Dejo aquí un recuento de los ocho primeros films que he podido ver en el marco del 32 Festival Internacional de Cine en Guadalajara; aspirantes todos al Premio que otorga la Federación de Escuelas de la Imagen y el Sonido de América Latina (FEISAL).
Los años azules (México), de Sofía Gómez Córdova. Melodrama coral relativo a cinco jóvenes que comparten vida y gastos en una deteriorada casona de Guadalajara. La casona en cuestión es de hecho personaje, igual que un gato —Schrodinger— testigo y “conciencia” de los eventos. Cinta bien intencionada, con una idea clara (la de aportar visibilidad y sentido a personajes en apariencia insignificantes), actuada y dialogada competentemente, que sin embargo progresa poco en lo dramático.
Santa & Andrés (Cuba), de Carlos Lechuga. Drama ubicado en la Cuba de los 80s, en el que Santa, una revolucionaria, tiene que vigilar a lo largo de tres días a Andrés, un escritor homosexual disidente, para que no “aparezca” mientras transcurre un mediático evento especial en la isla. Interesante, bien realizado film de temática dual: la división ideológica de varias generaciones de cubanos en las últimas seis décadas y, en la parte más humana, la posibilidad de reencuentro entre ambas posturas a través del corazón, cuando la razón parece estar sofocada.
Mala junta (Chile), de Claudia Huaiquimilla. Drama ubicado en el sur de Chile, en la geografía de la lucha del pueblo Mapuche contra el deterioro ambiental que por décadas les ha generado “el progreso”. Su cauce está en Tano, adolescente problemático que llega a la zona huyendo de la posibilidad de caer en prisión. Film de cierta inconsistencia que, sin embargo, destila sinceridad narrativa y compromiso genuino, desde el plus que aporta el que su directora sea Mapuche.
Anadina (México), de Raúl Fuentes. Una misteriosa joven desnuda –que afirma llegar “desde el futuro”– aparece en el departamento de una “enganchadora” que trabaja para dos tratantes de blancas. La chica pretende su ayuda, a fin de evitar lo que anuncia como “una catástrofe”. En efecto, lo anterior no tiene sentido; la realización tampoco.
Verónica (México), de The Visualistas (sic). Thriller psicológico anclado en la simbiótica relación entre una psicóloga clínica y una misteriosa paciente, cuyo anterior analista ha desaparecido. Film de indudables méritos visuales (acordes con el “nombre” de sus directores) que sin embargo naufraga en las confusiones derivadas de sus varios giros.
Mi sangre enarbolada (México), de Luis David Palomino. Sensible documental sobre cierto especial vínculo en la familia del director –el de su madre y su tío, hermanos que incluso mueren el mismo día– que por su sincera emotividad trasciende el ámbito particular y permite un interés mayor extra-familia. Sin ser redondo es evidente su sentido, con un frágil pero adecuado balance de distancia y cercanía del realizador.
El silencio es bienvenido (México), de Gabriela García Rivas. Un matrimonio viaja con sus hijas menores rumbo a Tamiahua, Veracruz. Cinta en la que durante largo tiempo pasa nada o muy poco –nutriéndose sólo de lo latente– hasta el “¡por fin!” de un único evento disruptivo…que la directora decide dejar inexplicado.
Carpinteros (República Dominicana), de José María Cabral. Sólido drama carcelario, ubicado en los penales contiguos de Najayo-Hombres y Najayo-Mujeres, desde los que reclusos y reclusas se comunican a diario con las manos, a través de un código de señas. De esos intercambios surge la atípica historia de amor entre Julián y Yanelly, pero también los violentos celos de Manaury, para construir un film de factura impecable que a ratos incluso alcanza una belleza lírica, a pesar del ingrato universo en que transcurre. Hasta el momento que escribo, lo mejor que he visto en el marco del FICG 32.