Hace ocho días arrancó el 33 Festival de Cine en Guadalajara (FICG), al que asisto como parte del Jurado del premio que otorga la FEISAL (Federación de Escuelas de la Imagen y el Sonido de América Latina). Nuestra encomienda: valorar y dictaminar óperas prima –o 2ª película– realizadas por directores cuya edad no rebasa los 35 años. Aquí, en cápsulas, algunas de ellas, a reserva de otro comentario sobre las galardonadas…
La incertidumbre (México), de Haroldo Fajardo. Un músico de rock “no se encuentra” (a pesar de no ser un adolescente), en medio de una existencia límbica que deambula entre toquines con su banda, diversas mujeres y mucha cerveza. Cinta para la que el recurso de la elipsis no existe, plagada de lugares comunes y de escenas que ni impulsan la historia ni definen a sus personajes. Filmada en blanco y negro.
Un traductor (Cuba), de Rodrigo y Sebastián Barriuso. La Habana, 1989; el régimen le asigna un nuevo trabajo a un profesor de literatura rusa: fungir como traductor en los procesos médicos de los enfermos por el desastre nuclear de Chernobyl, lo cual no sólo trastoca por completo su vida, sino que también la marca y redefine. Film logrado, emotivo, que sin embargo excede innecesariamente ciertos rasgos melodramáticos. Basado en hechos reales y dirigido por los hijos del profesor protagonista.
Lo mejor que puedes hacer con tu vida (México-Alemania), de Zita Erffa. Documental que explora el conflicto íntimo de la directora ante la decisión de su hermano menor de unirse a los Legionarios de Cristo. Film catártico, muy bien realizado, que no obstante se percibe frío, distante. A pesar de ello, nunca deja de ser interesante; pero su mirada termina por ser limitada, al no ahondar justo en lo que es contexto de todo el texto: los Legionarios de Cristo como institución.
Wiñaypacha (Eternidad; Perú), de Oscar Catacora. Un matrimonio de octogenarios vive totalmente solo, en las más precarias condiciones, en la cordillera peruana, a 5 mil metros de altura. Tras una serie de tragedias, y mientras el fin se acerca, su único deseo es recibir una última visita de su hijo ausente. Película emotiva, triste, angustiosa, hermosísima, sobre subsistir (sin reclamos mayores) en total armonía con tus raíces ancestrales: familia, religión, naturaleza, tradiciones; algo –sí– en extinción. Totalmente hablada en lengua aymara.
Ciudades fantasmas (Brasil), de Tyrell Spencer. Documental construido como una forma de establecer vínculos (recurrencias) entre los pueblos latinoamericanos, a través de una mirada a diferentes tragedias que literalmente extinguieron las vidas y convivencia de cuatro comunidades en Chile, Brasil, Colombia y Argentina. A pesar de carecer de una bisagra dramática más puntual para unir sus historias, es este un empeño sólido, de suficientes méritos, hecho con genuino corazón.
Donde se quedan las cosas (México), de Daniela Silva Solórzano. Documental en torno al paleontólogo jalisciense Federico Solórzano Barreto, nucleado en el redescubrirlo de su nieta –la directora del film– desde el vehículo de su desbordada colección de cientos de miles de piezas (rocas, huesos, figuras, objetos, todo). Un testimonio indudablemente sorprendente, pero de resultado más bien íntimo, acotado, sin la resonancia mayor esperada.
Robar a Rodin (Chile), de Cristóbal Valenzuela Berrios. Documental que detona del robo –en Chile, 2005– de El torso de Adele, de Auguste Rodin, por parte de un joven estudiante de arte. Lo insólito no sólo fue lo fácil del robo, sino su argumento justificante en tribunales: haberlo cometido “como parte de un proyecto artístico” para demostrar las encrucijadas de la presencia/ausencia del arte (o algo así). Film de indudables méritos, pero con subrayados que sobran: lo alargan de más y distraen de su núcleo y conclusiones.