En menos de un año he tenido ocasión de ver a la grandiosa Isabelle Huppert en diversas películas; entre ellas Más fuerte que las bombas (2015; de Joachim Trier) y El porvenir (2016; de Mia Hansen-Love), aunque lastimosamente no he podido ver Elle (2016; de Paul Verhoeven), que justo significó para Isabelle la nominación al Oscar como mejor actriz. Reviso mis apuntes y encuentro lo que escribí –hará unos ocho meses– sobre El porvenir y sobre Huppert, muy en el tono de la admiración que desde hace mucho se siente por ella: “Huppert encarna a Nathalie, profesora de Filosofía, casada, madre de dos hijos, quien además se encarga de su propia madre manipuladora. Tal es su presente, sin sospechar la cascada de cambios por llegarle, que le obligarán a reconstruirse justo para encarar el porvenir. El porvenir explora varios temas: la fragilidad humana, la incertidumbre, los dilemas de la soledad, pero también la libertad y, finalmente, la Filosofía, más como un oasis que como disciplina intelectual; más como faro que como escudo protector. Y en medio de todo, el tono sereno elegido por Mia Hansen-Love para contar la historia, así como la actuación perfectamente modulada de Isabelle Huppert, entregando con precisión tanto fortalezas como inseguridades de su personaje”.
Huppert reaparece entre nosotros con Un final feliz (Happy end), el film más reciente de Michael Haneke, a cuyas órdenes la actriz hizo antes La pianista (2001), El tiempo del lobo (2003) y Amor (2012). Es un drama de familia –como le gusta a Haneke– nuclearmente ubicado en Calais, Francia. Nos entera de que el adusto octogenario Georges (Jean-Louis Trintignant), retirado patriarca de la familia Laurent, ha dejado la responsabilidad de sus negocios a su hija divorciada Anne (Huppert). Además, en el entorno cercano están otros miembros del clan: su hijo Thomas (Matthieu Kassovitz), que tiene una nueva esposa; su nieto Pierre (Franz Rogowski) –el hijo adulto de Anne— empeñado en actuar irresponsablemente; y su nieta menor Eve (Fantine Harduin), una niña infeliz –hija del primer matrimonio de Thomas— enojada con la vida. Cinco almas incompletas, insatisfechas, con heridas y/o secretos íntimos cuya latencia, se percibe así, va a explotar en cualquier momento. Un poco (de manera microscópica y toda proporción guardada) como el contexto histórico que circunda a los Laurent en Calais: el incontrolable movimiento migrante, ya de años, conocido como La Selva.
Un final feliz es una cinta a tener en cuenta, pero no está entre las principales de Haneke. Aunque nunca pierde tu interés, no define un personaje-narrador, lo que provoca sentirla deshilvanada a ratos. Tampoco quedan claras las motivaciones o el origen de las decepciones de algunos protagonistas (v.g. ¿qué es lo que mueve a Pierre a su rebeldía? ¿cuál la causa profunda de la infelicidad de Eve?), aunque hay elementos sueltos para intuirlas. Y el drama de la migración no es en forma alguna el tema aquí, sino acaso mero telón de fondo; entonces, más allá de los “secretos de familia” (expuestos cual capas de una misma superficie), cabe preguntarse: ¿cuál es el verdadero tema, o preocupación, o búsqueda, de Un final feliz? No encontré la respuesta, aunque frecuentemente sentí que la película estaba a punto de ofrecerla. De todas formas –y no lo pienso un contrasentido– recomiendo verla. Porque es de Haneke, el de La cinta blanca (2009), el de Amor, el de Caché (2005), el de La pianista; por ver de nuevo a Jean-Louis Trintignant, como el Georges sospechosamente idéntico al Georges de Amor; para reencontrarnos con Isabelle Huppert (referencia del inicio de esta columna), otra vez como hija de Georges, como lo fue en Amor; y al final del día, como mencioné arriba, porque nunca extravía tu atención y durante todo su transcurso, por cualesquiera razones, siempre vas consciente de estar frente a una película importante. Razones sobran, pues; y son más que suficientes.