Chicuarotes, 2º largometraje de Gael García Bernal como director, tiene que ver con el adolescente Cagalera (Benny Emmanuel), quien trata de ganarse la vida –por las calles de la Ciudad de México– en compañía de su “socio” Moloteco (Gabriel Carbajal). El film los perfila de inmediato: después de que su rutina de “payasitos” (en un camión urbano) no les reditúa un solo peso, Cagalera soluciona las cosas de tajo: a punta de pistola, ladrando órdenes al sumiso Moloteco, despojan de su dinero y pertenencias a los pasajeros. “Por la buena no entendieron”, es la justificación del chamaco. Tras un par de minutos de aparente comedia (el performance de los clowns), Chicuarotes revela sus verdaderos foco y atmósfera: la cruda realidad social de un núcleo devastado por la marginación y la pobreza, devastado, que intenta no vivir, sino sobrevivir apenas, en medio de la violencia y los riesgos cotidianos. Salir del hoyo como se pueda, asumiendo (o tal vez no) que el fin justifica los medios. Vamos, lo que hacen Cagalera y Moloteco: disfrazar la diaria desesperanza con una fachada de “oportunidades” (dicen que se pintan calvas), aunque en el proceso las cosas puedan enchuecarse.
Y eso le pasa a Cagalera: toma una pésima decisión –arrastrando en ella a Moloteco— a partir de lo cual se detona el drama descarnado en que el film se convierte. Aunque no evita el tremendismo (resabios del cine mexicano de los 90s), Gael dirige con buena mano los eventos que derivan, convertida Chicuarotes en otra película, muy diferente, para sus protagonistas principales: la de las encrucijadas que se encadenan; la del miedo paralizante; la de los horizontes confusos; la de la masa irracional y enfebrecida; la de los personajes emergentes (como el Chillamil de Daniel Giménez Cacho, que surge de la nada para apropiarse de la narrativa). Rasgos todos que convergen en un desenlace de tono trágico cuya sacudida hace que no regreses a casa del talante con el que saliste de ella. Así las cosas, el film pone en la mesa todo cuanto hoy debe discutirse –cambiarse, pues– sobre ese no-futuro asfixiante, cada vez más asumido por los segmentos marginales del país. Gael no lo hace evidente, pero se le adivina esa intención: construir una denuncia, una severa llamada de atención, hacia un contundente “ya no más” en favor de quienes sucumben ante la falta de opciones –de trabajo, de educación, de desarrollo, de vivienda digna– aterrizando en la delincuencia, más y menos grave. Chicuarotes, no hay duda, es una cinta incómoda: la vertiente natural de la mirada al día a día del sector del que se ocupa.
El otro estreno a tener en cuenta es el de Tres rostros, de Jafar Panahi, quien ha encontrado cómo seguir filmando a pesar de la prohibición que, desde hace años, le formuló el gobierno iraní. En ella, una campesina adolescente envía un video a la actriz Behnaz Jafari, rogando su ayuda para que –en vez de casarla– sus padres le permitan estudiar actuación en Teherán. Pero dicho video también sugiere que la chica, emocionalmente al límite, podría haberse suicidado ya. Muy afectada, Behnaz pide a Jafar Panahi (ambos se interpretan a sí mismos) la acompañe a buscar a la joven, para conocer la verdad profunda de la situación. Ese viaje indagatorio, además, les pone en contacto con los pobladores de la región, quienes –desde lo tradicional de su pensamiento– manifiestan su “opinión” sobre los deseos de la jovencita buscada, a la que, en resumen, adjetivan de “ingenua” y descocada. Tres rostros es un deleite, con perfecto balance de humanidad, emotividad y humor; el reencuentro de Panahi con su cine –vamos, con la posibilidad de filmar de nuevo– para seguir observando a su país y su gente, reflexionando al respecto. Presenta sus hallazgos de manera ya más sutil, más inteligente, metafórica incluso, pero no menos resonante ni menos diáfana en cuanto a las conclusiones de su discurso. Todo ello con simpleza, como si tal cosa, pero con la honda precisión que cada situación amerita.