El sueño del Mara’akame es la ópera prima de Federico Cecchetti, producción del 2016 del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de la UNAM. Ha estrenado en Puebla y, la verdad, sorprende gratamente. Su trama es relativamente delgada, pero no de poca resonancia. Tiene que ver con Nieri, un adolescente huichol que –como tantos chicos de su edad– lo que quiere es tocar en la banda que ha formado con sus amigos, encontrando la resistencia de su padre –un respetado Mara’akame sanador, apegado a las milenarias tradiciones de su cultura– quien pretende alejar a Nieri de cualquier tentación (del tipo que sea) que lo distraiga de convertirse en su sucesor. En medio de estas tensiones, surge para la banda de rockeros huicholes una oportunidad soñada: tocar su música en un antro underground –literal– de la Ciudad de México, justo cuando Nieri y su padre deben viajar a la capital, pero a otros menesteres. Este viaje definirá el porvenir del joven, obligado por circunstancias impensadas a encarar tanto la ocasión del concierto como sus responsabilidades hereditarias. De suyo, la encrucijada que hace trascendente a la película y que le otorga completo sentido a su discurso.
El sueño del Mara’akame es uno de esos films que no parece implicar mucho si te lo cuentan (algo a evitar), pero que alcanza dimensión mayor en pantalla. Va como un péndulo de lo ritual sagrado del pueblo huichol, a eso otro “pagano” que inevitablemente atrae a sus nuevas generaciones, deseosas de sincretizar las enseñanzas de los ancestros con los dictados de un mundo cada vez menos ortodoxo, que poco o nada quiere saber de orígenes y tradiciones. Cecchetti interpreta esto sin juicios mayores –él de hecho tiene vivencias propias al respecto– entregando a fin de cuentas un relato que tiene tanto belleza como hondura. Es así que los eventos (lectura primaria de la película) quedan rebasados por sus implicaciones consecuentes. Efímeros y contextuales aquellos, las implicaciones son en cambio esenciales, permanentes. El sueño del Mara’akame es una experiencia significativa para esos cinéfilos (buenos cinéfilos) ávidos de asuntos inusuales, abordados desde ángulos distintos a esos de las fórmulas y/o los códigos gastados y recurrentes. Un cine mexicano hecho, pues, por genuinos estudiosos de este arte completísimo y de lo que con él puede lograrse. Que nadie se la pierda, en la medida de lo posible.
En cuanto al otro estreno reciente, Apollo 11, de Todd Douglas Miller, trátase de un documental en torno al proceso integral de la llegada del hombre a la luna en julio de 1969, hace ya 50 años. No hay duda de que está bien realizado, ajustándose a los qués y por qués de cada uno de los avances detrás del histórico viaje. Sin embargo, no deja de ser curioso que –como en 1969 todo salió casi perfecto tramo a tramo– este film adolezca de un cierto rango de tensión, de cresta dramática, acorde a la estatura de la hazaña ilustrada y en favor de su visionado. Es decir: lo que fue extraordinario y reconfortante en el día a día real del Apollo 11, no lo es tanto para la mirada cinematográfica. Al menos no para la generación milennial de cinéfilos, tan acostumbrada a los “nerviosismos” surgidos justo de esas situaciones que en algún punto se descomponen y apuntan al desastre. Pero en estricto no hay nada que reprochar a Apollo 11, pues más allá de cualquier tentación dramática ha optado por mantener la fidelidad histórica (cual corresponde, claro), entendiendo bien que la trascendencia de los eventos –la presencia y huella humana a más de 300 mil kilómetros de nuestro hábitat natural– ofrece por sí sola todo el valor, toda la relevancia y todo el pasmo requeridos como testimonio. Desde luego es en esencia un film de montaje, con Mike Collins, Buzz Aldrin y especialmente Neil Armstrong como protagonistas. Como lo dijo Joshua Rothkopf en Time Out: “Apollo 11 es sobre gente trabajando junta, en un espíritu compartido de ambición pacífica”.