En apoyo de la necesidad de quedarnos en casa, hace ocho días propuse, en este espacio, un pequeño ciclo de films imbuidos –digamos– de rasgos políticos. Fueron Aquarius (Brasil), El insulto (Líbano) y El infierno (México). Propongo ahora un ciclo de películas nacionales nucleadas en mujeres, producidas durante este siglo, entre 2008 y 2018. Son cuatro y me parecen notables, más allá del indiscutible tema de los gustos de cada quien. Aquí su descripción, con el deseo de que resulten de su interés. 

Arráncame la vida (2008), de Roberto Sneider. Film nacido de las páginas de la novela homónima de Ángeles Mastretta, ubicado en el México caciquil de los 30s. Gira en torno a Catalina Guzmán, casada con el sofocante Andrés Ascencio, militar y político en ascenso. Fluida, de minuciosa/elegante ambientación, se percibe sin embargo extrañamente fría, lo que corresponde poco a una historia de pasiones y poder. Pero es pródiga en méritos tanto formales como conceptuales, lo que la hace una de las cintas nacionales más importantes del nuevo siglo. El papel de Catina se ha perfilado para florecer a partir de las sutilezas de lo no-verbal (matices en el rostro y cuerpo de Ana Claudia Talancón), a diferencia de lo perfilado para el personaje de Andrés Ascencio (Daniel Giménez Cacho), entregado desde el color y los giros de sus punzantes y desfachatados parlamentos.

Miss Bala (2011), de Gerardo Naranjo. La sencilla comerciante Laura, de Tijuana, se presenta al selectivo de aspirantes a Miss Baja California. Una banda de narcos irrumpe en el ambiente y, sin manera de evitarlo, Laura se convierte en rehén del grupo, e incluso en vehículo de sus estrategias. No como parte de ese poder sin escrúpulos, sino aturdida por su miedo y esclavizada por la impotencia. El director Naranjo ha conseguido un film en el que justo el miedo es el foco protagónico. Un miedo íntimo, tan profundo como presente, que surge no de la violencia misma del ambiente, sino de la impotencia para enfrentarla desde el devastador rol de víctima. Así, es más una película de atmósferas que de eventos, cuya economía de recursos narrativos opera en favor de un impacto dramático mayor. 

Los adioses (2018), de Natalia Beristáin. Recoge etapas de la vida de Rosario Castellanos, en la difícil sinergia de sus aristas principales: su crecimiento como escritora, su incansable lucha feminista y su tormentosa relación de pareja con el filósofo Ricardo Guerra. Espléndido trabajo que alterna dos tiempos fílmicos –la Rosario incipiente y la Rosario consagrada– para un retrato más de mujer que de escritora. El de una personalidad en conflicto con su tiempo (mediados del siglo pasado), que asfixió cualquier rasgo de búsqueda o evolución de la mujer, si discordante con el eterno femenino. Justo lo que hace explotar a Rosario ante su marido, para sellar su postura contundente: “No voy a dejar de ser mamá, no voy a dejar de ser maestra, no voy a dejar de escribir”. Para esto, el notable trabajo de Karina Gidi como Rosario es nuclear; con la cámara de Daniela Ludlow encima, su rostro consigue hacer visuales sus pensamientos, con matices de sorprendente riqueza. 

  Las niñas bien (2018), de Alejandra Márquez Abella. 1982: último año de López Portillo en la presidencia. Sofía (Ilse Salas) es una “niña bien” de vida plácida, entre amigas del jet-set y dinero para gastar. Pero mucho empieza a ir mal en México y, de un día para otro, Sofía está arruinada. La voz se corre entre las otras niñas bien: hay una princesa menos en Palacio, aunque se guarden las apariencias. Lejos de la comedia paródica y sin caer en las tentaciones del melodrama, la cinta construye su fuerza en desdoblar y adivinar a sus personajes, buscando entender tanto el origen como los rumbos de sus motivaciones. Dirigida y actuada notablemente, se cuenta toda desde el rostro de Ilse Salas. Un rostro alerta, sensible, generoso en revelar cuánto la estremece eso que siente y piensa. Una imprescindible, espléndida fábula de apariencias, de artificios, de intrigas y desengaños.

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