Durante mucho tiempo el cine fue en blanco y negro, disminuyendo poco a poco a medida que el color ofreció al público una cierta sensación de “modernidad”. Sin embargo, todavía hoy surgen películas que lo prefieren, sea porque conviene a su carácter y argumento o por mera nostalgia. Aquí cinco significativas cintas de este siglo, que nos han llevado por sus vivencias en hermoso y evocativo blanco y negro.
El hombre que nunca estuvo (2001), de Joel Coen. Un peluquero gris y sin mayores anhelos decide chantajear anónimamente al amante de su esposa infiel; diez mil dólares, que necesita para incursionar en el “moderno” negocio (corre 1949) del lavado en seco. En un tono más cercano al desencanto sombrío que a lo triste, diversos giros envuelven a este mediocre aspirante a tintorero, en el sinsentido de un callejón sin salida en el que unos pierden y otros mueren. La torpeza deriva en angustia, la angustia en tragedia y la tragedia en absurdo. Ciclo perfecto, en redondo, del fracaso: del absurdo existencial al absurdo terminal.
Buenas noches y buena suerte (2005), de George Clooney. Durante la primera mitad de los 50s –años pioneros de la TV– el Senador Joseph McCarthy encabezó en EEUU (bajo una paranoia hasta hoy inexplicable) la Cacería de Brujas: una obstinada persecución, sin pruebas de peso, de figuras públicas “sospechosas” de pro-comunismo. Un periodista llamado Edward R. Murrow, bastión del área de noticias de la CBS, puso en evidencia la artificialidad y el nulo sustento de la malévola cruzada de McCarthy, lo que por supuesto le atrajo la ira del político. Es por muchos conceptos una película admirable; un retrato profundo, pleno de atmósfera, de lo que significa vivir con miedo, entre la indefensión y la incertidumbre. Además, es una suerte de homenaje a lo que en esencia significa el trabajo periodístico imprescindible; ese capaz de sustentar, documentar, argumentar y ofrecer –sin opinión– los hechos tal cual son.
El Artista (2011), de Michel Hazanavicius. Una estrella del cine mudo, George Valentin, pasa vertiginosamente de la fama a la indiferencia por la llegada del cine sonoro, cuyo público demanda nuevos y jóvenes rostros que “sepan hablar”. El orgullo de artista de Valentin lo lleva a negarse a las llamadas talkies, con lo que su suerte queda sellada: un olvido doloroso, que incluso le hace contemplar el suicidio. Film con alma –en blanco y negro pero además sin diálogos– cuya transparencia hace añorar al cine basado en sentimientos, en personajes, en encrucijadas de vida, por encima del que hoy se acostumbra, de fórmulas y gimmicks que más buscan la sorpresa que lo esencial. Así, es un retorno a los orígenes en lo formal, pero también en la intención fundamental de conmover.
Guerra fría (2018), de Pawel Pawlikowski. Arranca en la Polonia de los 50s, años de la postguerra, construyéndose como una historia de amor loco entre un director de orquesta y una joven cantante campesina, a quienes el entorno político les determina y asfixia. Es así que, a pesar de sus muchos momentos de hermosa música –no pocas veces festiva– la película va adquiriendo tonos trágicos de creciente desesperanza (la pasión amorosa rodeada de imposibles es uno de sus temas), sin por ello hacerse amarga ni perder hondura o su belleza inherente. No se hacen películas como Guerra fría todos los días.
El faro (2019), de Robert Eggers. Ubicada en una alejada isla de Nueva Inglaterra a fines del siglo XIX, la protagonizan dos guardafaros “con secretos”, obligados a convivir a lo largo de cuatro semanas en un entorno de clima inhumano, carencias, aislamiento, resentimientos y abuso. De ahí la enfebrecida atmósfera del film, permeada de una locura estridente, de alucinaciones y violencia, todo acentuado justo por su fotografía en blanco y negro de 35mm y por su opresivo formato cuadrado. Una experiencia muy poderosa.