Es abril de 1923. Como todos los días a las 2 pm, Pádraic (Colin Farrell) recorre el sendero que va de su casa a la de su mejor amigo Colm (Brendan Gleeson), en la costa irlandesa de Inisherin. La idea –como todos los días– es ir al pub a charlar y pasar un buen rato. Sólo que esta vez Colm no le abre a Pádraic; ni le responde siquiera. Se le ve por la ventana: sentado, fumando en silencio y volteando a otro lado. Pádraic no lo entiende, pero opta por ir al pub a esperarlo. Ahí se sorprenden de verlo solo. Le preguntan por Colm y si han discutido. Confundido, Pádraic responde que no, o al menos eso piensa. Poco más tarde, finalmente se encuentra con Colm. En un mínimo de palabras, Colm dice a Pádraic que no le ha dicho ni le ha hecho nada, pero le pide ya jamás dirigirle la palabra; ni un saludo siquiera. Más claro aún: que su amistad ya no existe y no hay posibilidad de retomarla. Incrédulo, herido, Pádraic pide a su amigo de toda la vida una explicación; está dispuesto a pedirle perdón por lo que sea que le haya molestado. Renuente primero –y de nuevo en muy pocas palabras– Colm por fin justifica su decisión. Y como Pádraic discute y objeta sus razones, de una vez por todas decide imponerle un ultimátum: en adelante (comenzando ya), por cada vez que Pádraic insista en dirigirle la palabra, Colm se cortará un dedo de la mano con las tijeras de esquilar. Así que Pádraic está avisado. Y todos en el pueblo de Inisherin saben que Colm Doherty no es alguien que hable por hablar…
Lo anterior es el punto de partida (¡y vaya punto de partida!) de Los espíritus de la isla (The banshees of Inisherin), la cinta de Martin McDonagh que ostenta 9 nominaciones al Oscar, convirtiéndose en una de las favoritas. Hace muy poco recibió el Golden Globe a mejor película de comedia o musical, sin ser de hecho una u otro. Es cierto: el resorte argumental descrito pasa por lo comédico, partiendo del detalle de que en Inisherin –cual sucede en toda villorrio pequeño– juegan un rol el aburrimiento, el chisme, los solterones, la cantina, el cura, el tonto del pueblo, etc. Pero en su desarrollo, la película más bien se enfrasca y compromete con temas serios, como seria es su respectiva resolución. Así pues, Los espíritus de la isla gradualmente encuentra tonos dramáticos más fuertes para su reflexión, sobre asuntos como el aislamiento, la precariedad consecuente, la conciencia de soledad, la muerte y el olvido inexorables, la limitación social/relacional y otros. Todo ello canalizado a través de los cuatro personajes emblema de este universo: Pádraic y Colm, desde luego, acompañados y matizados –en plan de conciencias inadvertidas– por Siobhan (Kerry Condon), hermana de Pádraic, y Dominic (Barry Keogh), el tonto del pueblo. Definiéndolos, Pádraic es tanto corazón que lo lleva a la irracionalidad; Colm cae también en lo irracional, pero burlado por su cabeza; Siobhan es anhelo e inteligencia, en un entorno que lo permite poco y nada; y es Dominic –paradoja que nos pone a pensar– quien más parece acertar en sus decisiones, aunque las tome instintivamente, desde su elementalidad.
Magníficamente actuada por todos, Los espíritus de la isla es una película muy especial, de diferentes vertientes, cada cual en el rango correcto. Su inicial vena comédica, que atrapa, es tan graciosa como humana. El conflicto que detona todo es muy bizarro, pero al mismo tiempo comprensible, aunque cueste justificarlo. Que suceda en una isla da mucho sentido, en la lógica del aislamiento que eso implica (además es 1923, ¿recuerdan?). Y cuando es necesario mostrar lo menos agradable del relato, el film lo hace sin reparos pero con prudencia. ¿De dónde le vino esta idea al director McDonagh? No lo sé, pero el tipo –irlandés, como sus cuatro protagónicos– supo siempre que una historia así encarna perfecto en el temperamento y tozudez de sus paisanos. Gente de corazón enorme, a la que no por eso le tiemblan las manos…o las tijeras. Los espíritus de la isla es la película que más deseos tuve de ver, en mucho tiempo. Y créanme, me lo gratificó con creces.