Esta semana es difícil escribir sobre cine sin referirse a la muerte de Alain Delon, ícono no sólo del cine francés, sino de la historia universal del séptimo arte. Nacido en 1935, el divorcio de sus padres le originó una niñez complicada, antes de una juventud en la que trabajó como mesero, conserje y vendedor, entre otras cosas. Antes de cumplir los 20 años ya estaba en la Marina, con la que, según se sabe, cumplió servicio en Indochina. En 1957 debutó en el cine, en la cinta Cuando la mujer se entromete, de Yves Allégret, primer eslabón de una carrera que le llevaría a participar en 106 títulos más. El reconocimiento del mundo llegó pronto, con Rocco y sus hermanos (1960), de Luchino Visconti, aparejado con el impacto que, ese mismo año, provocó en A pleno sol, de René Clément, en el rol del embaucador Tom Ripley. Tres años después, en pareja con Jean Gabin, hizo Cualquiera puede ganar, de Henri Verneuil, que ascendería a modelo del drama criminal. Un poco más tarde, en 1967, Delon hace El samurai, de Jean-Pierre Melville, que ya con estatura le perfila como una presencia letal amoral, capaz de ser fría, inescrupulosa y hasta cruel. Pero por encima (y a pesar) de esto, nuestras abuelas, nuestras madres, nuestras esposas, recuerdan a Delon como quizá el hombre más guapo y atractivo de su tiempo, lo cual por lógica le derivó a diversos papeles de exaltación romántica, como amante. De todas formas, es innegable que “la marca Delon” está, para la mayoría, en sus personajes más bien replegados y lacónicos, no por ello menos peligrosos.
Ahora bien: si les nace diseñarse un “ciclo Alain Delon”, sugiero no falten los films siguientes: A pleno sol, de Clément, con Marie Laforet; Rocco y sus hermanos, de Visconti, con Annie Girardot y Claudia Cardinale; El gatopardo, de Visconti, con Burt Lancaster y Claudia Cardinale; El samurai, de Melville, con Nathalie Delon; Adios al amigo, de Jean Herman, con Charles Bronson y Brigitte Fossey; La piscina, de Jacques Deray, con Romy Schneider; El círculo rojo, de Melville, con Gian Maria Volonté e Yves Montand; Borsalino, de Jacques Deray, con Jean-Paul Belmondo; Un policía, de Melville, con Catherine Deneuve; Dos contra la ciudad, de José Giovanni, con Jean Gabin; El gitano, de Giovanni, con Annie Girardot; Desafío a la ley, de Deray, con Jean-Louis Trintignant, y Mr. Klein, de Joseph Losey, con Jeanne Moreau. Que en paz descanse el gran Alain Delon.
Por otra parte y por fortuna, la cartelera en salas se ha movido un poco. Mientras escribo, ahí exhiben algunas películas que llaman la atención por aspectos diferentes. Como La trampa (Trap), en especial por dirigirla M. Night Shyamalan, tan célebre desde El sexto sentido, de 1999. Es un thriller dentro de un estadio repleto, con el tipo de giros y carga psicológica que a él le gustan. El estelar es Josh Hartnett, quien el año pasado estuvo en Oppenheimer. (Por cierto, en la cinta, el rol de Lady Raven está a cargo de Saleka Shyamalan, hija de “ya saben quién”). También es opción Instintos asesinos (Mothers’ instinct) –ópera prima como director del cinefotógrafo Benoit Delhomme– cuyo primer atractivo son las dos protagonistas, Anne Hathaway y Jessica Chastain, siempre bien valoradas por las audiencias. Se trata de otro thriller, que parte de una desgracia dolorosa. O esta otra: Romper el círculo (It ends with us), de Justin Baldoni, relativa a una joven mujer que se topa con una relación de abuso en su matrimonio, recordándole esa otra que, cuando niña, vio padecer a su madre. La protagonista es Blake Lively (El secreto de Adaline, Miedo profundo), la del lunar súper-sexy apenas a la derecha de su nariz. (Uno, supongo, como ese al que Serrat se refiere en “Cada loco con su tema”: Pero puestos a escoger, prefiero el lunar de tu cara a la Pinacoteca Nacional…).