Alfredo Naime
El documental El Eco, de Tatiana Huezo, recibe su nombre de la minúscula comunidad rural de El Eco, municipio de Chignahuapan, en el Estado de Puebla. Viven ahí, muy al día, apenas poco más de 100 personas, en condiciones difíciles, dedicadas a una frágil siembra de maíz y a la crianza de ovejas; rebaños pequeños que les aportan, según el momento, opciones de subsistencia. En esto lo mismo están inmersos hombres y mujeres, adultos e infancias, procurándose subsistencia al amparo de sueños e ilusiones de una vida diferente. En especial los jóvenes, que intuyen que más allá, en otros lugares, hay algo mejor y más pleno. Por lo pronto, una de las actividades esenciales de las niñas del pueblo es cuidar de sus abuelas ancianas; lo hacen con ternura, hablándoles, preguntándoles, dándoles luz, mientras las asean, cobijan y alimentan, tratando de encontrar en sus respuestas señales menos crudas de lo que a ellas les espera. Y así cada día, todos los días, en El Eco, entre el durísimo trabajo de gente sin malicia ni quejas mayores, en la que no obstante se adivinan preocupaciones (familiares, económicas, de futuro) vinculadas a su estancamiento evidente. Todo eso encuentra y revela El Eco –a través de la magnífica, poética fotografía de Ernesto Pardo– sin voz en off ni comentarios provenientes de detrás de cámara. Lo que se narra fluye sólo de lo que ella observa, al ritmo de las necesidades diarias y su cotidianidad.
Quizá por hartazgo, con El Eco Tatiana Huezo se distancia del doloroso flagelo de la violencia y la injusticia en México, denunciadas en Tempestad (2016) y en Noche de fuego (2021). Esta vez la marginación es el núcleo esencial, desde un punto de vista comprensiblemente feminista. Es así que seguimos los (recurrentes) eventos del film a través de las expectativas, ilusiones y dudas de dos niñas –Luz María (Vázquez González) y Sarahí (Rojas Hernández)– y una adolescente, Monserrat (Hernández). Rodeadas de sus familias, vecinos y compañeros de escuela (muy precaria), las tres viven entre preguntas; alternan sueños con realidad, arriesgan y se repliegan, porque hasta ese momento, el de las imágenes, su única limitadísima existencia es la de El Eco, Puebla. En el futuro inmediato, lo que Monse quiere es ganar una carrera de caballos; en el mediato, alistarse en el ejército. Luzma, por su parte, aún no tiene certidumbres, excepto la vigente de estar junto a su madre, ayudándola. Y Sarahí tiene una enorme vocación de maestra –de hecho lo es ya, como tutora de otros pequeños del entorno– sin que en su casa haya seguridad de que pueda seguir a la secundaria. Todo lo anterior entre faenas diarias, cuidado de animales, de ancianas y de hermanos menores, entre ocasionales juegos y distracciones durante los pocos momentos disponibles. ¿El marco de cada día? Un paisaje montuno imponente –de amplitud, bruma, silencio, paz y verdor incomparables– que seguro es como Dios retribuye a estos aldeanos por sus privaciones. Sereno, sensible, amoroso, de gran belleza –y en efecto, resonante como un eco a propósito de un destino, para muchos, de repetir ciclos– El Eco recibió en su momento siete nominaciones al Ariel, recogiendo los de mejor documental, mejor fotografía y mejor música original (de Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman). Además, fue galardonado mejor documental en los festivales de Berlín, Chicago, Palm Springs y Morelia, entre otros reconocimientos. Por fin se puede ver comercialmente, a través de Netflix. No se lo pierdan.
Para concluir columna, me refiero brevemente a Tempestad (documental) y a Noche de fuego (ficción), mencionadas arriba. Entre ambas, su cosecha es de 37 reconocimientos; 14 y 23, respectivamente. Los más llamativos de Tempestad: 4 Arieles y los premios a mejor documental de los festivales de La Habana, Lima, Sofía y Morelia. De Noche de fuego, 6 Arieles, la Mención Especial (sección Un certain regard) en Cannes y tres galardones del Festival de San Sebastián. El cine de Tatiana Huezo, damas y caballeros.