De nuevo consigo eliminar un “hueco” importante –en cuanto a visionados– gracias a Netflix. Pude ver ahí, por fin, Tempestad (2016), el documental de Tatiana Huezo que en su momento obtuvo 4 Arieles, así como premios en los Festivales de Lima, Morelia, La Habana, Sofía y otros. Se ocupa de los respectivos dramas de dos mujeres mexicanas: Miriam, detenida y encarcelada sin motivo (así reconocido por su abogado de oficio), y Adela, cuya hija adolescente ha estado desaparecida por años. Son ellas las que cuentan sus historias, que sin ser la misma se asemejan en casi idénticos rasgos de impunidad, engaños, corrupción, abuso, colusión, incertidumbre y, desde luego, nulo apoyo de las autoridades “competentes” –reiríamos, de no ser trágico– que ni de lejos muestran interés en investigar (ya no digamos resolver) sus casos.
En Tempestad –de fotografía y sonido genuinamente impecables– Huezo separa a Miriam y Adela al filmarlas de forma diferente. A Miriam prácticamente no la vemos a cuadro, o no la identificamos; pero escuchamos su relato mientras intenta regresar a su casa, y a su pequeño hijo, en un incierto viaje incesante, frente a paisajes diversos, que devora kilómetros desde Tamaulipas hasta Quintana Roo. En cuanto a Adela, ella sí se nos muestra, reconocible en su hábitat único y de siempre: el circo familiar en el que ha vivido y trabajado desde niña como payasita. “Una payasa elegante y con clase, eso sí”, según lo aclara ella misma. Pero más allá de esas diferencias, en carreteras de asfalto o en carreteras del alma, lo que desde la pantalla derrama son dos viajes íntimos; de dolor, de indefensión, de incertidumbre, pero también de reflexión y esperanza (desgastada y todo), que a cada paso construyen un reclamo más y más sustentado en la dignidad y la resiliencia, que al tiempo más y más lucha por alejarse del miedo. Un film sereno, emotivo, profundo, que bien profetiza a la venidera Noche de fuego (2021), el otro reclamo de la directora –ya como ficción– al México sin ley asfixiado por crueldad y violencia incontrolables.
¿Se acuerdan de la mencionada Noche de fuego? En su momento la comenté en este espacio. Transcurre en un pequeño pueblo mexicano sometido por la presencia y disputas de los cárteles de la droga. Huezo lo narra desde la cotidianidad de las “mejores amigas” Ana (principalmente), Paula y María, de apenas 8-9 años. Mientras ellas juegan/viven lo mejor que se puede en ese entorno de perenne miedo y sobresalto, algunos de sus vecinos son levantados y desaparecen. Sólo parecen librarla los jornaleros de los sembradíos de amapola, pero siempre con el Jesús en la boca y sin saber hasta cuándo. Una pesadilla eterna, en la que las madres del pueblo cortan el cabello a sus niñas para que parezcan varones. Y que además cavan zanjas, para ocultar en ellas a las jovencitas cada que llegan “brigadas” a robárselas. Son frágiles, desesperados recursos de supervivencia, que nada garantizan en el infierno diario de la impunidad, la violencia y el terror inminentes, transgresores de los anhelos de vivir en paz y del derecho a tener sueños y cumplirlos. Otra vez el México que duele y lastima: injusto, cruel, vergonzoso, indeseado.
Noche de fuego da mayor perspectiva a su discurso al presentar, más adelante, a las tres pequeñas ya como adolescentes de 13-14 años. Más conscientes, más alertas, pero también más expuestas a los peligros del día a día, que en su entorno se mantienen igual o peor. Es entonces cuando la película redondea su dimensión trágica: las niñas cursan una existencia de riesgos que no sólo potencian la posibilidad de perder la vida, sino también (aunque mantengas la esperanza) de impedirte un porvenir. De nuevo el no-futuro hijo de los cárteles, resultado de décadas de violencia impune y sin escrúpulos. Esa violencia que al final, de golpe, hace trascender a la Ana adolescente: de personaje promedio, a conciencia lúcida, flamígera, en una definitiva noche de fuego. Una película realmente importante