LA NOCHE VALLARTENSE DE ARIELES

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Alfredo Naime

La Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMACC) reconoció a Pedro Páramo, de Rodrigo Prieto, con siete Arieles, que no incluyeron el de mejor película. Filmada en color en escenarios de San Luis Potosí, la atmósfera, la ambientación, las texturas, brotaron impecables desde la fotografía de Rodrigo Prieto y Nicolás Aguilar. Consecuentemente, no fueron sorpresa sus estatuillas precisamente a fotografía, diseño de arte (Carlos Y. Jacques, Eugenio Caballero), efectos visuales (Marco Maldonado), efectos especiales (Alejandro Vázquez), vestuario (Ana Terrazas) y maquillaje (Lucy Betancourt). Además, Héctor Kotsifakis (en el rol de Fulgor Sedano) recogió el premio a coactuación masculina. Acá la gran sorpresa fue que no se reconociera a Pedro Páramo como mejor ópera prima, designándose como tal No nos moverán, de Pierre Saint Martin, que sumó a éste los Arieles a guion original (Saint Martin e Iker Compeán Leroux), mejor actriz (Luisa Huertas) y revelación actoral (José Alberto Patiño).

A partir de un guion del grancanario Mateo Gil, Pedro Páramo es la tercera adaptación de la obra maestra de Juan Rulfo al lenguaje cinematográfico. Sobra decir que es una novela muy difícil de adaptar. En este caso, la película es de una fidelidad loable incluso en cuanto a estructura, hasta donde eso resulta posible. Es así que se narra de forma no lineal en tres tiempos fílmicos: el de Juan Preciado en Comala –el presente– que es el revestido de un hipnótico realismo mágico; el de Pedro Páramo adolescente, la etapa que marcó su vida y, eventualmente, selló la de Comala; y finalmente, el de Pedro Páramo adulto, que en realidad desdobla en un tiempo más, como una suerte de epílogo, con el terrateniente –ya viejo, rebasado, seco– viendo morir a Comala y a sí mismo en un entorno tangencial al de la Revolución. Todo, como antes dije, entregado de forma no lineal, como flashbacks y saltos que, al filo de una confusión latente (vaya, no todos leyeron la novela), salen airosos, y más que eso, con la estatura obligada para trasladar a imágenes –y bien narrar– lo escrito por Rulfo hace siete décadas. Una cinta admirable por muchos conceptos.

Y bien, el Ariel a mejor película fue para Sujo, de Astrid Rondero y Fernanda Valadez, quienes además recogieron la estatuilla a mejor dirección. Narra que, en Michoacán, Sujo queda huérfano a los 4 años, tras del asesinato (“por traición”) de su padre sicario, ordenado por uno de los cárteles de la zona. La férrea protección de una tía bruja le salva la vida, pero no evita que, ya adolescente, Sujo también inicie actividades relacionadas con la droga. Temiendo que por igual termine muerto, la tía lo hace huir a la ciudad de México, con la esperanza de que ahí encuentre una existencia que le permita escapar a la herencia de violencia y tragedia que lleva encima, a la luz de posibilidades totalmente distintas. Cinta contenida, poética, fantasmal, socialmente sensible; también, desdramatizada, aunque esto parezca poco afín a un discurso sobre el yugo de los cárteles en México y su efecto sobre las familias. Ostenta imágenes memorables, así como un final resonante que rubrica el aura poética, digamos, de este importante film. Por su trabajo aquí, Yadira Pérez Esteban recibió el Ariel a mejor coactuación femenina.

En cuanto a La cocina, de Alonso Ruizpalacios, su noche de premiación fue muy destacada. Ganó los Arieles a guion adaptado (Ruizpalacios), actor (Raúl Briones), edición (Yibrán Asuad), Sonido (Javier Umpierrez, Isabel Muñoz Cota, Michelle Couttolenc, Jaime Baksht) y música original (Tomás Barreiro). Se premió a El jockey (Argentina), de Luis Ortega, como mejor film iberoamericano; a Uma & Haggen: mitos, de Benito Fernández, como film animado; a Tratado de invisibilidad, de Luciana Kaplan, como documental; a Anónima inmensidad, de Paulina del Paso, como documental corto, y a La cascada, de Pablo Delgado, como corto de ficción. Aplausos para todos ellos.

Alfredo Naime

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