Hace ocho días, en este espacio, mencioné que Una batalla tras otra, de Paul Thomas Anderson, va a recibir un caudal de nominaciones al Oscar y a muchos otros premios, por ser una de las mejores películas de este 2025. Afirmo lo mismo de Una casa de dinamita (A house of dynamite), el film más reciente de Kathryn Bigelow, que a pocos días de su estreno se ha convertido en el título más visto a través de la plataforma Netflix. Se trata de un drama y thriller político, relativo a una genuina pesadilla: una mañana como cualquier otra, los diferentes sistemas de seguridad y defensa de EEUU detectan el trayecto en curso de un misil –nuclear– hacia su geografía. ¿El punto de impacto? Chicago. ¿Tiempo para el impacto? 19 minutos. Increíblemente, los muchos y sofisticados radares no han podido detectar quién lanzó la ojiva, ni desde dónde (ya el por qué es lo de menos). ¿Fue Rusia? ¿Los chinos? ¿Norcorea? ¿Desde mar o desde tierra? Y bien, ¿no será un error? ¿De algún sistema, de algún código o frecuencia, de alguna tecnología? Pero los múltiples, repetidos, desesperados chequeos arrojan el mismo dato: la certeza de que habrá impacto es del 100%. Son minutos enloquecedores para quienes ya se han enterado: apenas un puñado de militares, políticos, agentes del más alto rango de la seguridad nacional y, por supuesto, el Presidente de la nación. Todos sin soluciones ni esperanza, expectantes de decisiones ejecutivas que incluso podrían derivar en una extinción sin precedentes. Porque se vive en una “casa llena de dinamita”, que ahora está por explotar. Siglo XXI, año 2025, Estados Unidos de Norteamérica, más todo eso y todos esos implicados en el evento, iniciando en los próximos segundos. De nuevo, el horror, el horror…
Una casa de dinamita se narra con la idea de tiempo real, desde tres ubicaciones que consecutivamente revisan y reiteran esos minutos, desde diferentes puntos de vista. Son: la Sala de Situaciones de Crisis de la Casa Blanca, el Centro Estratégico de Defensa, e inevitablemente, la figura del Presidente. En los tres ámbitos, sus autoridades y jerarquías tomadas por sorpresa. A contrarreloj entran en juego los protocolos, los manuales, las llamadas y conexiones, más desde la confusión, en una inercia que parece ya derrotada. Bigelow expone así –tomando a su país como vehículo– el retrato de un planeta que, lo aceptemos o no, todos los días pende de un hilo, dependiente de los juicios y mal-juicios de unos pocos, por cuyas cabezas pueden cruzar pensamientos de todo tipo, sin garantía de humanidad o escrúpulo alguno. Eso y así para todos, sin importar que se viva en la más poderosa de las naciones, o en el más frágil y depauperado de los lugares. Justo eso el discurso y la convicción de Una casa de dinamita, revelados desde su arranque en su tensión creciente, desde la angustia palpable, en el agobio de que las únicas certezas a mano tienen que ver con lo malo, y ninguna en otro sentido. Una película pues que te atrapa, que nunca te suelta ni da respiro, que desde luego se sufre (o cuando menos, altera) por su fotografía reconocible: hemos permitido y normalizado un mundo beligerante, en llamas; siempre estallando o por estallar, según la época, el lugar y los intereses de las facciones.
Así pues, Una casa de dinamita es un encendido aviso más; esta vez desde un cine totalmente en serio. Si bien su final ha desconcertado (o frustrado) a muchos, se trata de un film sin una sola nota falsa, que de hecho fortalece sus preocupaciones con ese cierre. Procede de un guion de Noah Oppenheim, interpretado por un sólido, admirable, ensamble actoral. Sus nombres principales: Idris Elba (el Presidente), Rebecca Ferguson (Capitana Olivia Walker), Gabriel Basso (Consejero Jake Baerington), Tracy Letts (Gral. Anthony Brady), Jason Clarke (Almirante Mark Miller) y Jared Harris (Secretario de Defensa Reid Baker). Aplausos, claro, para Kathryn Bigelow, de nuevo interesada no sólo en narrar, sino también en exponer, cuestionar y concientizar. Que eso resuene y encuentre eco.

