La intención de esta columna es la de –primer intento– definir las películas que más me gustaron, de entre lo visto en 2025. Debo aclarar que, al escribir esto, todavía no he visto la franco-iraní Fue sólo un pequeño accidente, ganadora en Cannes de la Palma de Oro, el galardón principal. Lo establezco, porque a priori es candidata natural a agregarse a este balance, pero desde luego, no antes de verla. Por cierto, en su momento escribí sobre cada una de las cintas que a continuación menciono, justo en este espacio. Veamos…
De botepronto, me parece que lo mejor del año en salas ha sido el drama político brasileño Aún estoy aquí (2024), de Walter Salles. Desarrollado como una suerte de docudrama, relata hechos reales, relativos a la detención y desaparición –en 1971, por parte de la naciente dictadura militar en Brasil– del ex-congresista Rubens Paiva, abierto crítico del régimen (y padre del autor del libro en que se basa). La perspectiva principal viene de Eunice, esposa de Rubens, quien durante décadas se mantuvo en lucha para conocer qué sucedió con su marido. “Devastadora, emocionante en su retrato de la tenacidad humana frente a la injusticia”, apuntó sobre ella el boletín del Festival Internacional de Venecia.
También de lo que pasó por salas, al menos otros tres títulos me resultaron muy satisfactorios: Eddington (2025), de Ari Aster; La vida de Chuck (2024), de Mike Flanagan, y Una batalla tras otra (2025), de Paul Thomas Anderson. Eddington tiene que ver con la creciente enemistad de dos políticos regionales, a propósito de las medidas de confinamiento y seguridad por el Covid-19…y de otros eventos de su pasado. En paralelo, el entorno se enrarece aún más con las crisis y furia desatadas, en todo EEUU, por la fatal agresión policiaca a George Floyd. Todo, escandalosamente “reinterpretado” por redes sociales deshonestas (o desinformadas) que amplifican los sucesos del momento. Es del caos y desquicios resultantes que Aster da rienda suelta a sus rasgos de marca: violencia gráfica, horror delirante, humor negro, armonizados en un oficio fílmico deslumbrante.
La vida de Chuck –adaptación de una historia corta de Stephen King– se cuenta en orden inverso: primero el 3er acto y al final el 1º, para concluir. Básicamente, en ellos vemos graves catástrofes que sugieren un inminente fin del mundo, así como pasajes de la infancia, juventud y adultez de un tal Chuck común y desconocido, involucrado en los tres segmentos más y menos directamente. Al final sabremos que vimos una dulce fábula, muy entrañable, de momentos luminosos. En su trámite aflora la aventura de la vida, sujeta siempre (claro) al inexorable capítulo de cierre. Su certidumbre rotunda, núcleo de la cinta toda, es que contenemos multitudes, un sentimiento poderoso que reconcilia: con nuestros errores y tropiezos, con los demás –cercanos y lejanos– y, desde luego, con nosotros mismos. De eso desprenden las lecciones de La vida de Chuck, a partir de la principal: si vivir es lo que nos toca hacer, hagámoslo con amor, respeto y propósito, un día a la vez, sabiendo a cada jornada irrecuperable y valiosa por sí misma.
Finalmente, Una batalla tras otra se ubica entre el thriller político de acción y la comedia negra, a propósito de una pareja revolucionaria extremista de EEUU, a la que las cosas se le tuercen feo cuando el ejército recibe la orden de buscar y extinguir a su grupo. Vienen pues huida y cambio de identidades, para una “nueva vida” clandestina que no termina por resultar bien. Película superlativa, de muchos y evidentes méritos. Sus temas nucleares –cuestionados, claro– son el supremacismo blanco, la represión sobre migrantes, los abusos policiacos y militares, así como (en lo global) todos esos rasgos de nación que se han hecho flagrantes con Trump. La realización es impecable –la fotografía, el montaje, el diseño sonoro, impresionantes– considerando la complejidad y el detalle de varias de sus secuencias. (El balance continúa la próxima semana, puesto que hay más films a destacar).

