Es difícil encontrar películas tan interesantes, absorbentes y gratificantes como El insulto (L’insulte), coproducción franco-libanesa dirigida por Ziad Douein, representante del Líbano ante el Oscar en la categoría de film en lengua extranjera. Su trama es relativamente delgada, pero resonante en diversos niveles. Tony (Adel Karam), un libanés católico, y Yasser (Kamel El Basha), un palestino refugiado, se disgustan por un asunto menor, relativo a un tubo de desagüe en la casa del primero. En la discusión, ya muy irritado, Yasser llama “maldito idiota” a Tony, quien a partir de eso asume conductas de marcado rencor contra el palestino. Lejos de enfriarse, al paso de los días el asunto escala y se sale de control. Renuente a aceptar cualquier conciliación, Tony arroja sobre su “enemigo” un violento comentario hacia el pueblo palestino, lo que lleva a Yasser a golpearlo. En poco tiempo ambos llegan a la corte –uno como demandante, el otro como demandado– para un caso que inopinadamente atrae el interés nacional y el de los medios, electrizado por cargas políticas y raciales. Ya no una mera disputa catalizada por insultos, con las reacciones consecuentes; sino una división colectiva mayor, lacerante, profunda, cuyo entorno exuda encrucijadas de dignidad e identidad histórica.
El insulto es en verdad una gran película. Como forma genérica termina siendo un drama legal, pero en lo más íntimo es un resonante drama de conciencia (de conciencias, mejor dicho). Los antagonistas son víctimas por igual. Ambos insultados, ambos con un pasado de recuerdos dolorosos, en una geografía convulsa e intolerante, sangrada por las heridas de una guerra civil. Víctima cada uno, desde el origen de su cuna y de su postura ideológica. Su enfrentamiento –tan aparentemente casual e irrelevante– les enciende (les incendia) hasta un grado de cuasi enemigos mortales, revelando de ellos no su mero enojo evidente, sino en realidad rasgos íntimos, subyacentes –tanto innatos como asumidos– que terminan por “explicarlos”. No son seres buenos o malos, sino protagonistas de un lugar y un tiempo que los somete a un destino frágil, azaroso, que pende de alfileres. Pero es de esto que surge, triunfal, el impacto de la película: Toni y Yasser, tan heridos por el otro (y asfixiados ambos por una cobertura mediática voraz e inescrupulosa), habrán de revisar y reconsiderar sus existencias –su presente, sus prejuicios, sus sentimientos– desde la humanidad latente en cada uno, que lucha por aflorar e imponerse. Rencores aparte y más allá de abogados y vericuetos legales, esa humanidad, que trasciende sus rencillas, será el cauce natural de su expiación. El insulto es una gema que nadie debe perderse.
En cuanto a lo que se viene para este otoño, varias publicaciones coinciden en al menos cinco películas que robarán la atención del público cinéfilo. Se trata de Roma, de Alfonso Cuarón; Suspiria, de Luca Guadagnino; Nace una estrella, de Bradley Cooper; El primer hombre, de Damien Chazelle, y Boy erased, de Joel Edgerton. En cuanto a Roma, ubicada en el D.F. de los 70s, decir que Cuarón no hacía una película mexicana desde Y tu mamá también (2001). Suspiria, claro, es un remake –tremendo, dicen– del clásico de horror setentero dirigido por Darío Argento (cuentan también que, después de hacerla, Dakota Johnson debió acudir a terapia). Nace una estrella es a su vez una cuarta versión (al menos), con Lady Gaga interpretando a la joven actriz y cantante que aspira a la fama (antes lo hicieron Janet Gaynor, Judy Garland y Barbra Streisand). El primer hombre alude a la vida del astronauta Neil Armstrong, el primer mortal que puso pie en la superficie lunar. Ryan Gosling es quien lo interpreta. Finalmente (desconozco cómo van a llamarla en México), Boy erased, basada en eventos reales, focaliza en el hijo gay de un predicador Bautista, obligado a asistir a un programa de “conversión” apoyado por la Iglesia. En efecto, cinco títulos promisorios, o más que eso. Ya veremos.