Hace ocho días hablé de Museo, una película nuestra. Hoy, esa grata posibilidad –la de comentar otra cinta nacional– se da a propósito de Bayoneta, segunda ficción de Kyzza Terrazas, nacido en Nairobi (Kenia) pero de padres mexicanos. Es un drama, ambientado en el mundo del box. Miguel (Luis Gerardo Méndez) –boxeador retirado a quien apodan Bayoneta— está convertido en una suerte de fantasma solitario, agobiado por el sentimiento de culpa tras el desenlace trágico de una de sus peleas. Vive en Finlandia (muerto de frío y con muy poco dinero), donde trabaja para un gimnasio decadente como segundo de un preparador de pugilistas aspirantes. Pero en el alma no sólo trae el peso de aquella fatalidad en el cuadrilátero; también, la pena de haber abandonado a su mujer y a su hija pre-adolescente para huir de sus remordimientos. Es así que –a miles de kilómetros de Tijuana, y con creciente añoranza– decide que quiere regresar a casa e intentar de nuevo, al menos con su hija. ¿Pero cómo hacerlo en su situación? El Bayoneta Galíndez no se tarda en descifrarlo: volverá a boxear y a ganar dinero, para reencontrarse con la niña. Y por qué no, para reencontrar también –tal vez– la posibilidad de tener una vida de nuevo, y no ese remedo que ha venido tolerando por años.
Bayoneta es un film que llama la atención. De base, por el trabajo interpretativo de Luis Gerardo Méndez, un tour de force por completo distinto a cualquier rol y desempeño anteriores. Crispado, alerta, atormentado, su Miguel Galíndez está en malos términos con su pasado y consigo mismo. Su inicial desesperanza, incluso te conmueve. Él es el argumento; él es el clima gélido; él, la obscuridad y soledad de los suburbios de Finlandia; él, la aguda interrogante de todo cuanto le rodea. Además, Terrazas construye la estructura de Bayoneta con flashbacks, necesarios pero relativamente secos: completan la información, pero por goteo. No tanta, ni tan clara, de modo que la audiencia deba esforzarse para hilar el mapa vital de ese ex-boxeador lacerado e íntimamente devastado. Y como todo lo sientes posible, reconocible –aun con algunos tropezones, como cierto desarrollo menor de personajes– pues accedes a dejarte llevar por la atmósfera y los vericuetos de la película, que finalmente se ubica por encima de la mayoría de films nacionales recientes. Así pues: no hay duda, vale la pena verla; y en un segundo momento, invitar a que otros la vean.
Por otra parte, estrenó El primer hombre en la luna (First man), el 4º largometraje de Damien Chazelle, a quien todos celebramos por el 2º —Whiplash— y eufóricamente “ratificamos” por el 3º, La la land. La película tiene que ver con el astronauta Neil Armstrong, el primer hombre en pisar la luna, aquel julio de 1969. No es sin embargo un film celebratorio de Armstrong, ni tampoco una relatoría sobre aquella epopeya añorada (definitoria) que fue nuestra llegada a Selene. Es en cambio una cinta intimista hasta donde se puede, muy contenida, sobre las sensaciones y sentimientos de Armstrong, en mucho desde la perspectiva de sus relaciones y encrucijadas de familia. Es decir, el mundo conoció al tipo como protagonista de uno de los eventos más significativos de la historia, pero El primer hombre en la luna lo entrega desde la vertiente humana, con sus dudas, rasgos personales e impasses más íntimos, perfilando al ser humano como centro y a su hazaña como contexto, al revés de lo preferido por el cine de la épica. Una hazaña que es desde luego ineludible como origen de todo; pero que Chazelle subordina al Armstrong texto. Ryan Gosling encarna a Armstrong (muy bien, como siempre), en un tono que de alguna forma remite a su enconchado personaje de Drive, quitando –desde luego– la faceta letal. Pero los aplausos principales en la película son para Claire Foy como Janet, su esposa. Es Janet (o sea, Foy) la que da al relato su dimensión y resonancia, con una presencia de contenida fiereza. ¿Saben? No siempre le dijo a su marido “fly me to the moon…”.