Impulsada por el estreno de esas nominadas al Oscar, estamos viviendo una racha de buenas películas. De hecho, ya exhibieron entre nosotros las ocho que buscan la estatuilla como la mejor del 2018, con lo cual llegaremos a la ceremonia de premiación, ahora sí, con pleno conocimiento de causa. Me he referido en este espacio a cuatro de ellas: Bohemian Rhapsody, Nace una estrella, La favorita y El Vicepresidente. Hoy me ocupo de El infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman), de Spike Lee, y de Green Book: una amistad sin fronteras (Green Book), de Peter Farrelly, ambas basadas en hechos reales y nominadas en 6 y 5 categorías respectivamente. La primera está ubicada a finales de los 70s. En ella, Ron Stallwarth (John David Washington), el primer policía negro en la historia de Colorado Springs, hace contacto telefónico con el capítulo local del Ku Klux Klan, fingiendo ser un supremacista blanco. Cuando le piden conocerlo, por obvias razones lo suplanta su colega blanco Flip Zimmerman (Adam Driver). A partir de esto, la cercanía del agente infiltrado con el Klan crece, abriendo tanto la posibilidad de recabar evidencias de sus actos racistas, como de ser descubierto y pagar las consecuencias.
El infiltrado del KKKlan es menos una película sobre hechos racistas concretos (localizados) y mucho más sobre el racismo estadounidense, incluso con varias alusiones al tema en los tiempos de un Donald Trump marcadamente “blanco”. Quizá por su título, mucha gente cree encontrar en esta cinta una comedia; pero es en realidad un drama, que radica sobre todo en el doloroso hecho de que, cuatro décadas después (!!), el racismo que tanto fractura a los pueblos no sólo no ha desaparecido, sino de hecho goza de cabal salud. Así, la película de Spike Lee no sólo se lee en términos de su propio argumento, que bien se cuenta, sino también como un espejo cuyos reflejos remiten al today norteamericano. Justo de ahí esa suerte de epílogo –aparentemente “separado” del film– con imágenes de archivo de los eventos de 2017 en Charlottesville, Virginia, en los que neo-Nazis y supremacistas blancos embistieron con saña y violencia a ciudadanos negros, resultando víctimas fatales (epílogo que por igual, como remate, incluye una imagen de la bandera estadounidense de cabeza y en blanco y negro). En síntesis, un film logrado, valioso –de genuina crítica social– para enterarse de y/o recordar hechos y, desde luego, para reflexionar al respecto.
En cuanto a Green book, el racismo vuelve a aparecer, omnipresente, como marco para contar la historia –en los 60s– de un refinado pianista negro que contrata a un chofer y guardaespaldas blanco para que lo lleve, durante dos meses, por el sur de EEUU para una serie de presentaciones. Aunque el segregacionismo es algo imposible de tomar a la ligera, la película de Farrelly se las arregla para encontrar un tono predominantemente amable, grato incluso, para acompañar la crecientemente emotiva relación de sus dos personajes, del todo diferentes, mientras devoran kilómetros por las carreteras sureñas a bordo de un Cadillac DeVille. Es esa relación la que define al melodrama como tono definitivo de Green book, más allá de que ser agua y aceite ocasiona entre ellos situaciones y diálogos necesariamente comédicos. Viggo Mortensen encarna de manera notable a Tony Lip, el guarura acostumbrado a la áspera vida de las calles, mientras que Mahershala Ali hace al Dr. Don Shirley, el músico culto, consciente de que se le admira como artista, pero también, de que una vez abajo del escenario, para los blancos no es sino “un negro más”. Tal es el núcleo de toda la película: el itinerario de ambos personajes conociéndose, contrastándose, incluso (ocasionalmente) confrontándose, en el marco de una intolerancia racial no sofocada por alguna eventual e hipócrita cortesía. Además de divertida, Green book termina siendo conmovedora; una especie de tibio bálsamo, como hace mucho no se nos ofrecía desde la pantalla. Ojalá que le vaya muy bien en eso de recoger estatuillas.