Lo he venido comentando: en esto de quedarnos en casa y de buscar cómo invertir de buena manera nuestro tiempo, ayuda asomarnos a las plataformas que ofrecen películas y series, para elegir y ver lo que a cada quien parezca más atractivo, más sugerente. Incluso, hasta puedes armar pequeños “ciclos”, con la idea de que eso que vas viendo tenga una cierta cohesión –genérica, referencial, temática– que desde el conjunto arroje una experiencia más global y completa. Es el caso, apenas como un ejemplo, de lo que propongo en la columna de hoy: tres films (brasileño, mexicano y libanés, respectivamente) de entorno y/o rasgos políticos –denuncia al poder por algo anómalo, o injusto, o corrupto, o abusivo, o todo eso junto– que en buena medida reflejan aspectos dolorosos, no superados, del mundo que vivimos. Aquí su descripción, por si les resultan de interés.
Aquarius, de Kleber Mendonca Filho. Un poderoso grupo desarrollador quiere forzar a la sexagenaria Clara (Sonia Braga) a vender su apartamento de toda la vida, último habitado del condominio Aquarius, en Recife. Como Clara se niega, la constructora decide jugarle sucio. Pero Clara se entera de algo mucho mayor y responde, ya en plan de matar o morir. Espléndida película sobre principios y dignidad, en tiempos en que los poderosos y su plata actúan justo a contracorriente. También un film sobre valorar lo que se tiene no en términos de dinero, sino como parte de lo que vives y de lo que eres. Aquarius es un vehículo al rescate del valor infinito de la gente, siempre superior al del poder y la avaricia. Es esto –así como el sutil pero evidente tono político– lo que le permite trascender el melodrama, para hacerse un drama cuya sinceridad y sabiduría lo tornan imprescindible.
El infierno, de Luis Estrada. Tras 20 años de ilegal en EEUU, el Benny regresa a su pueblo miserable. Sin oportunidades, acepta trabajar para el capo de capos de la región. Sin puerta de salida, sabrá que el infierno no es el sitio al que te llevan tus crímenes, sino ese aquí y ahora, para siempre, al que te condena la sangre que llevas en las manos. Cinta en la que el panorama nacional escala hasta su escenario más terrible: el de un país controlado por el narco, bajo las constantes del asesinato, la violencia y el poder (para abusar, no para servir). El drama de un país perfilado como “sin opciones”, desde la peor desesperanza: o es el narco o es la nada. Pero en la película ronda también una desmesura, que descarta cualquier esperanza o posibilidad de reacción espiritual. La desmesura del no-futuro, que hoy parece verdad pero que no tiene que ser verdad eterna. La desmesura como fin en sí misma y no como medio de conciencia y rechazo. Tenemos derecho a no estar de acuerdo.
El insulto, de Ziad Doueiri.Tony, libanés católico, y Yasser, un palestino refugiado, se disgustan por un asunto doméstico menor. Yasser llama “maldito idiota” a Tony, quien a partir de eso se conduce con rencor hacia Yasser. El asunto escala y se sale de control. Renuente a cualquier conciliación, Tony arroja sobre su “enemigo” un violento comentario anti-palestino, lo que lleva a Yasser a golpearlo. En poco tiempo llegan a la corte, atrayendo el interés nacional, atento a las cargas político-raciales y a las encrucijadas de dignidad e identidad histórica. El insulto es, antes que un drama legal, un resonante drama de conciencia(s). Ambos antagonistas, víctimas; cada uno desde el origen de su cuna y de su postura ideológica, en una geografía convulsa e intolerante, sangrada por las heridas de una guerra civil.Es de esto que surge, triunfal, el impacto de la película: Toni y Yasser, tan heridos por el otro (y asfixiados ambos por una cobertura mediática voraz e inescrupulosa), deberán revisar y reconsiderar sus existencias –sus sentimientos, sus prejuicios, su presente– desde la humanidad latente en cada cual, que lucha por aflorar e imponerse. Rencores aparte, y más allá de abogados y vericuetos legales, esa humanidad, que trasciende sus rencillas, será el cauce natural de su expiación.