Malos tiempos corren en nuestro país. Nos enteramos de asesinatos, asaltos, barbaridades en nombre de una justicia que en realidad es venganza, fruto de la desesperanza y el hartazgo.
Y no hay para donde voltear, muchos de los delitos cotidianos son posibles sólo con la complicidad de autoridades de algún tipo. Nadie esta a salvo, ni ricos, ni pobres, ni poderosos, ni honrados trabajadores, ni en la calle, ni en la casa.
Los políticos chapalean en el fango de la palabrería insulsa, acusando a los adversarios, justificando su incapacidad, forjando complicidades con los peores y pensando en las próximas elecciones, no en el futuro ominoso que se vislumbra para las generaciones venideras.
La justicia naufraga en arreglos a modo, legalismos, apego a la letra y no a lo fundamental en un estado de derecho: la imparcialidad, el estricto y simple cumplimiento de la ley.
Por otro lado, la pandemia esta en su apogeo; nos enteramos de la muerte de muchos por el Covid y de otras muertes, que aunque no sean por este virus, probablemente estén relacionadas con el estrés que padecemos a causa de la angustia, de la preocupación, de la tristeza por el horror cotidiano.
No es que no haya problemas en otros lugares del mundo, pero a mi, hoy, me duele mi México, el país donde nací, donde viví con la esperanza de ver cada vez más progreso, mayor bienestar, mejor sociedad solidaria, gente feliz y satisfecha, al que entregué mis mejores años con lo que ahora veo era ingenuidad pura. Nuestra generación fracasó, hay que enfrentarlo; en los últimos cuarenta años perdimos valores humanos, nos degradamos como comunidad, destruimos la armonía y la paz que disfrutábamos.
Lamento escribir esto, pero así me siento en este tiempo de canallas, en esta hora de tristezas.
Pobre Patria nuestra.