Pertenecer a un club, compartir en un bar; suena agradable, desde luego. O no siempre y no tanto. El club (2015) y El bar (2017) son los títulos de un par de películas que vale la pena ubicar, aunque sea brevemente. Aludiendo a El club, decir que no todas las playas son para surfear, ni siempre cálidas y acogedoras sus aguas. Cinta chilena de Pablo Larraín, tiene que ver con quienes habitan una casona junto al mar, en la costa del país. Son cuatro sacerdotes, todos apartados de la Iglesia –por la Iglesia misma– en virtud de diferentes transgresiones, graves, a sus normas más acendradas. Quien les coordina y atiende es la hermana Mónica, una religiosa sobre cuyas espaldas también pesan algunos pecados. Los días transcurren relativamente en orden hasta el arribo de un 6º huésped, que detona una inesperada crisis en el lugar. Crisis de tal magnitud, que hace necesaria una nueva presencia: la de una especie de Sacerdote-Investigador-Consejero, para evaluar los hechos y, según lo que resulte, decidir el destino de la casa. Un símil de la personificación del bien, operando entre agentes que buscan expiar su mal. Muy bien actuada, El club va desdoblando tanto como drama que como misterio, desde la fuerza, dual también, de una crítica per sé y de una evidente mirada política. Porque claro, el “bien” por igual tiene, frecuentemente, su propia agenda; y es ahí –en eso– que El club encuentra suficiente pulpa para hincarle el diente. Film ganador del Oso de Plata del Festival de Berlín; del Gran Coral del Festival de La Habana, y del Premio del Público del Festival de Helsinki.
Por su parte, El bar –producción hispano-argentina dirigida por Alex de la Iglesia– inicia una agitada mañana en el centro de Madrid. En un cafetín se encuentran la propietaria, su empleado y un puñado de clientes. La rutina de siempre, hasta que, justo al salir, uno de los comensales es asesinado de un balazo. Minutos después, también le vuelan la cabeza al tipo que se anima a salir para ayudarlo. Dentro, el pánico se apodera de todos; en especial cuando notan que ambos cuerpos y su sangre desaparecen de la banqueta, cual si se hubiesen evaporado. Además, las calles han quedado absolutamente desiertas. ¿Qué está pasando? ¿Dónde están todos? ¿Por qué nadie viene a ayudarles? ¿Por qué nada se menciona en la televisión de estos eventos? ¿Quién o quiénes son los asesinos? ¿Y no será, acaso, que el asesino esté entre ellos mismos? Sin respuestas y mientras tanto, las personas dentro del cafetín –por instinto de supervivencia o por lo que sea– comienzan a sospechar unos de otros; y como resultado, también a confrontarse, más y más violentamente. El bar inicia en un tono parecido al de comedia negra, para crecer de ahí a convertirse en un intenso (muy agotador) ejercicio de horror fantástico. Película de ensamble sin protagonista definido, hiper-dialogada, caótica a ratos (la desesperación y la incertidumbre son canijas, ¿no?), también transmite una sensación de cierta irregularidad. Tal vez porque es mucho lo que se queda sin explicar. Claro, eso es parte de la apuesta para generar el clima de expectativa y thriller, pero aún así echas de menos una o dos certidumbres que brinden al cinéfilo una mínima base para justificar los eventos. Como sea, El bar es un muy interesante retrato (o propuesta, al menos) de la naturaleza humana en situación de crisis. Lo mejor y lo peor que nos surge cuando en riesgo –como individuos y grupalmente– en los cada vez más despersonalizados entornos del mundo contemporáneo. Así, a fin de cuentas a El bar le agradeces más las intenciones que la pulcritud del resultado. Ahora mismo se le puede ver en Netflix, lo mismo que a El club.
Para cerrar, algo sobre Alex de la Iglesia. El bar es su 13º largometraje, de una sólida filmografía en la que destacan cintas como El día de la bestia (1995), considerada de culto. Además, La comunidad (2000), Balada triste de trompeta (2010), Las brujas de Zugarramurdi y, recientemente, mi favorita: Perfectos desconocidos (2017).