Un buen musical se agradece siempre y es el caso de En el barrio (In the heights), de Jon M. Chu, basado en la exitosa puesta teatral del mismo nombre, con las canciones escritas por Lin-Manuel Miranda. Claro, para que un musical funcione, la convención obligada –algo natural del género– es que la audiencia asuma y acepte los artificios del universo respectivo, como marco para contar su argumento. Esta vez, estamos en Nueva York, en el barrio mayoritariamente hispano de Washington Heights, colindante con el Puente Washington. Ahí vive Usnavi (Anthony Ramos), el dueño de una tienda miscelánea, quien ahorra cuanto puede para cumplir su sueñito de regresar a la República Dominicana para recuperar el bar que años atrás perteneció a su padre.
A Usnavi le rodea una amplia comunidad latina, alegre, solidaria y cariñosa. Un montón de personas, cada cual con su propio sueño de superación: un apartamento mejor, estudios universitarios para los hijos, trascender en la actividad que se ama, sacarse la lotería, viajar por el mundo y otros anhelos de ese tipo. Anhelos que son, a fin de cuentas, puertas de acceso a la posibilidad de patentizar su dignidad y dejar de ser invisibles, en el contexto de una nación históricamente recelosa de los “diferentes”. Así cada día del verano en Washingron Heights, en medio de coqueteos, romances, encrucijadas, música y mucho calor, al amparo de la sabiduría y cariño de la adorada matriarca Claudia (Olga Merediz), a quien todos llaman “Abuela”. La ocasión pues para que una hermosa canción tras otra, una brillante coreografía tras otra, vayan contando cada sueño e historia de este barrio, imbuidas de la alucinante chispa del temperamento latino.
En En el barrio no hay villanos, ni dealers de droga, ni violencia, ni malicia mayor. Ese rasgo aséptico –de artificio, qué triste– es uno de esos convencionalismos a aceptar que mencioné al principio. Así lo exige este cuento de hadas de energía y exuberancia irresistibles, hecho más para disfrutar que para otra cosa. Es como debe vérsele, más allá de tener un apunte social crítico, que si bien no se desvanece, termina en segundo plano ante lo placentero y lúdico del ritmo, de los colores y de los números musicales. En efecto, el film no da reposo (por ejemplo, los intercambios verbales son frecuentemente en ráfaga), con el ensamble apropiándose de cada situación y momento cantando, bailando, cuestionando (o cuestionándose), en personajes como la brillante Nina (Leslie Grace) –agobiada por sentir que ha defraudado las expectativas de su comunidad– o como la pujante e independiente Vanessa (Melissa Barrera), atorada entre lo que es y lo que quiere ser por lo azaroso de las circunstancias. Ellas, Usnavi, Abuela Claudia y algunos más, personajes entrañables que dan aterrizaje a las intenciones de En el barrio, en ese contexto idílico más teatral que cinematográfico –es decir, más alegórico que realista– que encuentra justificación por tratarse de un musical. Una película, pues, muy disfrutable, sobre la identidad y el sentimiento latinos, que lo ilustra en el orgullo de serlo, en la fuerza de espíritu ante las adversidades, en el sentido de comunidad, en la capacidad histórica de resiliencia, y sí, en la música que nos identifica. Entonces, si les gustan los musicales corran a ver En el barrio; y si no, háganlo también, porque se sospecha que este sí les va a mover. Si no los conceptos, cuando menos los pies, porque “¡hay fiesta en los Heights!” (y qué envidia).
Cierro esta columna haciendo notar que Realmente amor (Love actually), de Richard Curtis, está cumpliendo 18 años, que no sé si sean para el cine mayoría de edad. Estoy seguro de que es mi película contemporánea favorita, con un alucinante cast estelar: Hugh Grant, Keira Knightley, Colin Firth, Emma Thompson, Liam Neeson, Laura Linney, Bill Nighy y hasta un minuto de Claudia Schiffer. Si es que existen, una película perfecta que puede verse, con creciente deleite, una y otra vez. Pronto ampliaré sobre ella.