El regreso de Maverick
Antes de ver Top Gun: Maverick, de Joseph Kosinski, volví a ver Top Gun (1986), para refrescar la memoria y encarrilarme mejor hacia la película de moda. En esa, dirigida por Tony Scott, Peter “Maverick” Mitchell (Tom Cruise) es un arrogante piloto aéreo de la Marina, veinteañero, siempre en problemas con sus superiores por transgredir las reglas. Pero como es uno de los mejores –su temeridad aparte– le aceptan en la academia élite de combatientes de guerra, que los propios “estudiantes” llaman Top Gun y en el nombre lleva la fama. Rasgos principales de aquel primer argumento, la difícil relación de Maverick con “Iceman” Kazansky (Val Kilmer), piloto brillante y su principal escollo en la aspiración de obtener el Top Gun Trophy; la brumosa muerte en combate de su padre –también piloto– cuyos detalles desconoce, lo cual le acosa; su no muy “correcto” romance con Charly (Kelly McGillis), instructora estelar de la academia, a despecho de ser civil; y por supuesto, doloroso y muy presente, su sentimiento de culpa por la muerte de “Goose” Bradshaw (Anthony Edwards), su tándem de vuelo y mejor amigo.
Es de todo eso que surge Top Gun: Maverick como secuela. Casi cuatro décadas después, el Capitán Peter “Maverick” Mitchell (otra vez Tom Cruise) sirve ahora como piloto de pruebas de aeronaves hi-tec.
Sigue siendo un dolor de muelas para sus superiores, pero ni modo de correr a quien acaba de tripular un nuevo avión a velocidades mayores a Mach 10. Es entonces cuando le avisan que debe reportar de inmediato a su alma mater –la mencionada academia Top Gun– para capacitar, en sólo tres semanas, a una docena de jóvenes pilotos. Son los mejores de la nación (“réplicas” de lo que Maverick fue treinta y pico años antes), para encarar una misión (ejem) “imposible”: destruir una planta de uranio enemiga, con absolutamente todos los factores en contra. Uno de esos pilotos, por cierto, es “Rooster” Bradshaw (Miles Teller) –hijo de su añorado compañero Goose– con quien Maverick tiene una relación fracturada, marcada por el pasado. La tremenda complejidad de la misión hace que Maverick solicite ser uno de los combatientes y no mero instructor. Le contestan que no, nunca, que no hay posibilidad…¿o sí?
Top Gun: Maverick es, desde luego, una de esas películas de fachada e intenciones comerciales, pero de rasgos y nivel sobresalientes. Un divertimento en la mejor acepción de la palabra, que tiene todo eso que el gran público busca –de entrada, una superestrella carismática y eventos espectaculares– pero también matices pensados sin gratuidad ni complacencia, que dan una dimensión mayor, más humana, a un argumento que no sólo se enciende arriba, en los celestes espacios de combate, sino también (de manera distinta) en tierra, en ámbitos paralelos a los de la academia y su disciplina militar. Top Gun: Maverick no ha buscado ser mejor que Top Gun, sino entender y valorar lo que significó, para aprovecharlo con un evidente dejo de homenaje. Así pues, ofrece una historia atrayente (sumando nuevos personajes a los que por oficio repiten), que no pierde de vista las claves de la original, tomándolas como nutrientes más que como meras referencias. Como dije, el resultado es muy atractivo, más allá de que a veces nos parezca, a quienes hacemos crónica fílmica, un “pecado” hablar bien de cintas pensadas para hacer toneladas de dinero. Aquí, el legado del film original, el arrastre y carisma de Cruise, el notable oficio del director Kosinski, la irresistible pirotecnia y vértigo de los combates aéreos, los vínculos afectivos con los giros del pasado, y hasta la madura belleza de Jennifer Connelly (Penny Benjamin), se conjugan para un disfrute bastante redondo, casi completo, desde un tipo de cine que en los análisis suele verse con mayor o menor menosprecio. En lo que a mí respecta, la pasé bomba en Top Gun: Maverick, incluso como para darle una mirada más. (Y “alguito” le sabrán a Tom Cruise en Cannes, porque recién le otorgaron una Palma de Oro).