La semana pasada reseñé en este espacio Ruido (2022), de Natalia Beristáin, en torno al terrible asunto de la desaparición de personas en México. Antes de ella, al menos otras dos películas recientes –también dirigidas por mujeres– se han ocupado de ese tema (o de su posibilidad inminente), en el marco de un país, el nuestro, estrangulado por la violencia, la impunidad y el miedo. Películas que te duelen; que por su texto o su contexto escarban hondo y rasgan en el alma, la conciencia y la sensibilidad de quienes las vemos. Aquí regreso a ellas, recordando sus respectivos argumentos, que por supuesto las vinculan a partir de las dolorosas situaciones que describen, de fondo idénticas.
En Sin señas particulares (2020), de Fernanda Valadez, dos jovencitos amigos emprenden viaje hacia la frontera norte, desde Guanajuato. Tras dos meses sin saber de ellos, sus madres los reportan desaparecidos. Pero como se fueron con el consentimiento de sus familias, el ministerio público dice que “no hay delito que perseguir”. Sin embargo, muestran a las señoras fotografías de los cadáveres más recientes, entre los que está uno de los chicos. A partir de eso, la madre del otro decide irse sola a buscarlo, encontrando sólo su mochila en una morgue judicial de Tamaulipas. Negándose a firmar cualquier documento en que acepte que su hijo está muerto, la mamá en cuestión inicia el peregrinar para encontrar a su hijo, o al menos certidumbre sobre qué le sucedió. Una diaria pesadilla infernal, húmeda de miedo, de incertidumbre, de agonía, en medio de negaciones, hermetismo y silencio, nacidos por igual de los temores de todos quienes habitan ese entorno secuestrado. El horror, pues. ¿Cómo no va a dolerte una película así?
Por su parte –dirigida por Tatiana Huezo y basada en la novela Prayers for the stolen, de Jennifer Clement– Noche de fuego (2021) se ubica en un pequeño pueblo mexicano sometido por la presencia y disputas de cárteles de la droga. Se narra desde la cotidianidad de las “mejores amigas” Ana, Paula y María –de Ana, principalmente– de 8-9 años apenas. Mientras ellas viven y juegan lo mejor que se puede en ese entorno de perenne miedo y sobresalto, algunos vecinos son “levantados” y desaparecen. Sólo la van librando los jornaleros que laboran en los sembradíos de amapola, pero siempre con el Jesús en la boca y sin saber hasta cuándo. En esa pesadilla, sus madres cortan el cabello a las niñas del pueblo a fin de que parezcan varones, además de cavar zanjas, para ocultarlas en ellas cuando llegan “brigadas” a robárselas. Frágiles, desesperados recursos de supervivencia, que nada garantizan en el infierno diario de la impunidad, la violencia y el terror inminentes, transgresores de los anhelos de vivir en paz y del derecho a tener sueños y un futuro. Otra vez el México injusto, cruel, vergonzoso, indeseado. Para mayor poder y perspectiva de su reclamo, Noche de fuego presenta, más adelante, a las tres pequeñas ya adolescentes. De principio, celebramos que sigan vivas y en el pueblo. Claro, a sus 13-14 años son niñas más conscientes, más alertas; pero también más expuestas a los peligros de la situación, que se mantiene igual o peor en el entorno. Es justo entonces que la película redondea su dimensión trágica: la existencia de las niñas será siempre de riesgos, que no sólo potencian la posibilidad de perder la vida, sino también cualquier esperanza de que pudiese ser medianamente digna. De nuevo, el no-futuro hijo de los cárteles, resultado de décadas de violencia impune y sin escrúpulos. Esa violencia que al final, de golpe, hace trascender a la Ana adolescente: de mero personaje a conciencia lúcida, flamígera, en una final y definitiva “noche de fuego”.
Hay una tercera cinta reciente que se hermana con las anteriores, también de una mujer: La civil (2021), de Teodora Mihai, para sumarla a la infame lista de “Me dueles, México”. Ya sin espacio aquí, la comentaremos en algún cercano, propicio momento.