Ahora mismo exhibe en Netflix El último vagón, el más reciente film de Ernesto Contreras, inserto en el duro ámbito de la construcción de vías ferroviarias, en tierras del sur de México. El personaje central es un niño de 10 años, Ikal (Kaarlo Isaac), habituado a una vida itinerante por el trabajo de su padre fijando rieles, como peón de cuadrilla. Esta vez, a Ikal le toca una pequeña comunidad en la que no sólo hace amigos, sino además puede aprender a leer y a escribir –o intentarlo, al menos– en la más que precaria escuela del lugar: un solo vagón de tren, que hace las veces de aula. La maestra es la estricta pero bondadosa Georgina (Adriana Barraza), sesentona convencida de que la educación puede cambiarle la vida a cada uno de sus pequeños estudiantes. Ikal establece con ella una emotiva relación, estrecha y sincera, que va haciéndolo crecer en el anhelo de cosas mejores. “Maestra, de grande quiero ser profesor”, dice el niño a Georgina. Un momento que, sin aspavientos, inunda el alma de ambos. Pero el destino tiene siempre la última palabra: justo cuando su familia decide ya no moverse del lugar, para iniciar una nueva vida, algo inesperado trastoca el entorno de Ikal, poniendo en riesgo sus anhelos.
El último vagón claramente es una película bien intencionada, algo en extinción que genuinamente se agradece. Para contarla, el director Contreras opta por el melodrama y lo asume de lleno, quizá interpretando que, para el caso, matizar sería más un daño que un beneficio para el relato. Aun aceptando eso, la cinta resulta más edulcorada que dulce –al contrario de las preferencias de un espectador riguroso– ganando a cambio en cuanto a los indicadores de eso conocido como cine familiar, de un estilo “anterior”. De ahí que El último vagón guste, a despecho de que sus personajes más tengan cuitas que conflictos; que guste, al priorizarse lo que ofrece y poco o nada lo que le falta; que guste, por sus afanes de genuina sinceridad, incluso cuando confundida con meras imaginación y travesuras entre infantes; que guste, sin que parezca importar el poco desarrollo de sus personajes, Georgina incluida (el buen trabajo de Barraza a ratos sugiere lo contrario). Que guste, pues, por ser grata y generosa –optimista, a fin de cuentas– aunque haya quedado corta en solidez y profundidad. Eso suele pasar con cintas que nos entran por el corazón y no por la razón. En fin, que a nadie “se le vaya el tren”; hay que ver El último vagón, para que cada quién construya su opinión. Y en ella, sí, habría sido fantástico que el valor de la educación fuera más una férrea certeza desarrollada, que una mera noción sujeta a la línea argumental.
Finalmente, con la intención de dar mayor contexto y substancia a este comentario, recupero aquí fragmentos de lo que en su momento escribí sobre Sueño en otro idioma (2017), realizada también por Ernesto Contreras: “En Sueño en otro idioma, Martín (Fernando Álvarez Rebeil) es un lingüista deseoso de estudiar el zicril, dialecto del que sólo quedan tres hablantes en el mundo, ancianos ya. Al morir uno de ellos, Martín enfrenta el reto de conseguir el reencuentro de los dos restantes, peleados por más de 50 años, para rescatar al zicril y evitar que desaparezca. Tal es el sostén argumental de la película, que en realidad tiene más vertientes y lecturas. Claro, el núcleo es el asunto “memorial” del dialecto en extinción, pero al parejo hay temas que transitan otras rutas: el arraigo de la gente con sus costumbres y cultura; la fuerza de los afectos intensos, aún en sus etapas de desencuentro; la necesidad vital de perdonar (olvidar ya es otra cosa) para poder seguir adelante; y en fin, el respeto a las diferencias –sociales, vivenciales, culturales– dado que no nos separan, sino en cambio nos completan y hermanan. Sueño en otro idioma también es de esos films que merecen verse dos veces –o más– dadas su sensibilidad y belleza, a las que se suma el respeto, en fondo y forma, por los universos que explora. No tengo duda de que puede ubicársele entre lo mejor de la producción nacional de la presente década”.