Tuve ya la oportunidad de acercarme a Napoleón, de Ridley Scott. Me animé a verla, aun sabiendo que la versión para salas cinematográficas –de 158 minutos– es apenas el corte comercial, contra los casi 240 minutos de duración del Director’s cut, que pronto pasará por Apple TV+. Y ciertamente, esta versión “corta” (digamos) deja la impresión de que en algunos pasajes algo falta, o está débil, en cuanto a la respectiva relación causa-efecto. Ante este panorama, parece mejor esperar la versión completa para valorar la cinta a plenitud, si bien puedo adelantar algunas impresiones, más de epidermis que profundas, sobre este nuevo tratamiento sobre el gran militar y emperador. Encarnado por Joaquín Phoenix, trátase de un Napoleón taciturno, ensimismado (no luce tan imponente), que babea y flaquea por “su” Josefina (Vanessa Kirby) hasta extremos casi adolescentes, que incluso así se perciben desproporcionados para quien, en cierto momento, fue casi amo de Europa. Además, los primeros y principales reclamos al film han sido por su falta de fidelidad histórica, en varios niveles y momentos. Pero dicen que, al cuestionarse sobre esto a Ridley Scott, su enfadada respuesta ha sido: “Ahora yo te pregunto a ti: ¿estuviste ahí? ¿No? Entonces cierra la maldita boca”.
A reserva de esa segunda mirada a los 240 minutos –íntegra ya– Napoleón confirma, aún más si cabe, la maestría estética, artística, de su director. Lo que Scott entrega es una biopic de escala épica como pocas, a ratos tan majestuosa como abrumadora, desde los estertores de la revolución francesa (el aperitivo de la película es María Antonieta en la guillotina) hasta la muerte de Napoleón en la alejada isla Santa Elena, ya en el exilio. En medio de esto, por supuesto, las guerras napoleónicas, con triunfos memorables como los de Egipto, Austerlitz y otros, antes de la estrepitosa, definitiva, derrota en Waterloo. Batallas visionadas por Ridley Scott, a través de la fotografía de Dariusz Wolski, sobre todo en planos abiertos, cuya riqueza –por la precisión y magia del montaje– aflora en algo parecido a (respectivas) sinfonías de sangre, honor, valor y horror. Pero he aquí que eso no es el todo del relato. Napoleón se hace dual con otra vertiente: la del desbordado amor del gran corzo por Josefina (quien le obliga a decir que es nada sin ella) a pesar del dolor que le provocan sus infidelidades, tan frecuentes como las ausencias de su marido el General, casi siempre lejos, en el campo de batalla. Así pues, lo que Scott ilustra, en alternancia, son las fijaciones de uno de los mayores personajes de la Historia: la preocupación por Francia y su futuro, claro, pero más a veces por la conducta de su esposa –la mujer de su vida– quien además no acierta a darle un heredero, que sería por igual heredero para Francia.
Así que lo dicho: lo recomendable parece ser esperar el Director’s cut de Napoleón, para una valoración más honda, certera y justa de sus méritos y deméritos. La versión que tal vez anule, o disminuya, la sensación de cierta distante frialdad tanto del film como de su personaje. De momento, es imposible saber cuántos y qué tan graves son los “huecos” de la vigente versión en salas, en cuanto a texto, contexto, comprensión e impacto. Eso sí, hay que ver Napoleón, que desde ya califica alto como un espectáculo visual macro, magnético, que bien vale la pena. Decida cada quien si verla ahora mismo o esperar, según lo expuesto aquí. Por cierto, lo del streaming en Apple TV+ no es casual, en virtud de que justo Apple Studios coproduce la cinta.
Para concluir columna, una muy buena noticia: por fin el estreno en salas de Tótem, de Lila Avilés, representante de México en la siguiente edición del Oscar. Tiene por centro a la pequeña Sol (Naíma Sentíes), inmersa en lo que debiera ser un día especial con y entre su familia. Cinta ganadora del Premio del Jurado Ecuménico en Berlín, así como de muchos otros reconocimientos en festivales internacionales importantes. Imperdible.