En este momento son varias las películas que acaparan la atención, en especial a partir de lo que va señalando/destacando la temporada de premios. En lo que a mí respecta, las tres principales (o más llamativas) son La sociedad de la nieve (título original), Cuando acecha la maldad (título original) y Los que se quedan (The holdovers); la primera a disposición en Netflix, y en salas las otras dos. A La sociedad de la nieve, de J.A. Bayona, ya la comenté ampliamente en una columna previa. Su centro es el accidente aéreo, en octubre de 1972, sufrido por un equipo uruguayo de rugby y sus acompañantes, en la inclemente, enorme, cordillera de los Andes. Una película muy intensa –así como equilibrada y respetuosa en las aristas más difíciles del terrible pasaje que relata– con la humanidad, estatura y dignidad que merece una de las más conmovedoras odiseas de la historia latinoamericana. También ya antes me he referido a Cuando acecha la maldad, de Demián Rugna. Es una superlativa cinta argentina de horror, de argumento relativo a dos hermanos que luchan por eliminar a un poseído que pronto “dará a luz” a un nuevo demonio. Pero al intentarlo, sus acciones se salen de control y sólo generan males mayores. Un film sumamente efectivo y original, cuyo horror realista es escalofriante.
En cuanto a Los que se quedan, de Alexander Payne, la riqueza y el disfrute son muchos. Su ubicación de inicio se da en Barton, un high school de Nueva Inglaterra, en los últimos días de 1970. Por las fiestas decembrinas, estudiantes y profesores dejarán dicha academia durante dos semanas, aunque no todos: por diferentes razones, cinco chicos no pueden pasar la temporada con sus familias y deberán permanecer en Barton. Claro, alguien tendrá que responsabilizarse de ellos. El elegido es Paul Hunham (Paul Giamatti), un solitario, rígido y huraño profesor al que nadie quiere (los alumnos, menos que nadie). Él, porque no tiene familia alguna, ni amigos con quienes convivir. Desde el inicio, la tensión entre Hunham y los chicos es fuerte; en especial con Angus Tully (Dominic Sessa), un problemático joven en cuyo historial hay registros de expulsión de otras instituciones. Y bien, algo inesperado sucede en apenas los primeros días: los chicos reciben de una familia la invitación a disfrutar las fiestas con ellos, en otro lugar. Todos consiguen el permiso excepto Angus, cuyos padres no están localizables. Así pues, el escenario se modifica: la contienda de los siguientes días ya sólo será entre Angus y el profe Hunham, quienes únicamente se guardan (mucha) antipatía. Estarán acompañados por Mary (Da’Vine Joy Randolph), la cocinera del campus, a su vez en duelo por la pérdida de su hijo en Vietnam. De rasgos tragicómicos, este contexto mueve a la pregunta: “Dios, ¿les has abandonado?”.
Los que se quedan es una película entrañable, tanto humana como graciosa, disfrutable a plenitud desde la certidumbre de nuestras no pocas imperfecciones. Eso es lo que son, desde luego, los tres personajes principales: vehículos diáfanos para entender (medianamente, al menos) que en esto de vivir, en efecto, somos yo y mi circunstancia. Por eso, la colisión entre Angus y Paul (Mary batalla también, pero consigo misma) tiene que ver tanto con sus propios límites y falencias, como con un pasado de heridas –a ratos life is a bitch— que te marca, sacude y determina. Justo el tipo de situaciones y ambiente para que aparezca el corazón de Payne –y de David Hemingson, su guionista– para proponer los antídotos-respuesta: la propia introspección, de base; el entendimiento del contexto y sus presiones; la comprensión del otro, de los otros, con hondura; la convicción de que cambiar es posible, aún fracturada el alma, en una evolución que parte de dentro y sólo depende de mí. Es así que Payne, en Los que se quedan, otra vez nos lleva de viaje; un viaje geográfico (a Boston) que más traduce en valioso, luminoso, imprescindible, viaje íntimo. (¿Alguna cinta más de amplia expectativa? La inefable Pobres criaturas. Ya intentaré hablar de ella).