El protagonista y núcleo de Días perfectos, realizada por Wim Wenders, es el callado y solitario cincuentón Hirayama (Koji Yakusho), dedicado a limpiar letrinas públicas en Tokio. Su vida diaria sigue un orden estricto: temprano por las mañanas, afeitarse, vestirse y regar amorosamente sus plantitas; manejar hacia el trabajo (sitios de congregación varios, plazas, jardines), no sin antes sacar café de una máquina de monedas, y a lo largo de todo el día, asear meticulosamente excusados y urinales, incluso en sus superficies menos expuestas. Ya por la tarde-noche –antes de regresar a su pequeño apartamento– pasar por un merendero popular para una cena frugal. Adicionalmente, cuando toca o se puede, Hirayama se baña en un sitio de regaderas públicas, o pasa por una librería “de viejo” a comprar algo por un dólar, o acaso se permite un trago, sólo eso, en un pequeño bar de barrio. Siempre amable, pero siempre replegado en sí mismo, el tipo adereza esa diaria existencia, prácticamente idéntica, con sus tres evidentes pasiones: la lectura, la música rock y pop vintage (cassettes de los 60s, 70s, 80s) y la fotografía –con camarita de las de rollo a revelar– en especial de árboles altos y majestuosos. ¿Siente Hirayama aburrimiento o pesadez en esta rutina omnipresente? Todo lo contrario; sin decirlo, transmite la sensación de que sus días son perfectos; con ese trabajo, en su estar consigo mismo y en ese patrón de acciones diarias, diseñadas así por él y para él. De todos modos, en medio de ellas y en el transcurso de esos días y horas, surgen señales, indicios, de su existencia previa. Son escasos, difusos, no concluyentes, pero finalmente improntas de un pasado –el suyo– aunque se mantenga recóndito, latente apenas.
Son pocos los films a los que una ausencia de backstory les funciona cabalmente. Días perfectos es modelo acabado al respecto, justo porque en ello sustenta su intención de base: que esencialmente importe el día a día de Hirayama –un retrato de personaje– por encima de las posibles causales, que irrumpen sin embargo, sin develarse. Lo hacen desde una cierta levedad engañosa: apenas circunstancial a lo “externo” del taciturno lava-excusados, pero tornándose poderosa y acuciante cuando inevitablemente hace presencia en su interior. Esos antecedentes (o como se quiera llamarles) le aparecen a Hirayama en diferentes formas: en la llegada de Niko (Arisa Nakano), su sobrina adolescente, buscando refugio por algún problemilla en casa; en el breve encuentro con su hermana –la madre de Niko— quien le hace saber que ha aumentado la demencia senil del padre de ambos (y que por igual pregunta a su hermano si en efecto está dedicado a limpiar toilettes); en sus diarias, infaltables, miradas a la espigada Tokyo Skytree, como buscando en ella afirmación de la autenticidad de su vida vigente; en su sorpresa (y aparente desconsuelo) cuando atisba el abrazo de la dueña del bar que frecuenta, a un desconocido. ¿Qué hay pues, de fondo, en el antes de Hirayama, que lo ha llevado a lo que es hoy y a vivir como lo hace? Wenders parece poco interesado en revelarlo, pero insiste en que su personaje –un tipo esencialmente decente– ha decidido apreciar, valorar y agradecer cada cosa que cada nuevo día le ofrezca, en razón (o no) de lo vivido previamente, bueno, regular y malo.
La actuación de Koji Yakusho como Hirayama se reconoció en Cannes como la mejor del festival. En efecto, su contención, convicción y comprensión del personaje son lo que nutre, sostiene y (a fin de cuentas) justifica la apuesta de contar los pormenores de una existencia que, al repetirse, se siente siempre la misma. Pero en Días perfectos hay más que esa noción en apariencia irrebatible. Botón de muestra, la conmovedora, definitoria escena en que, sobre el rostro en close up de Hirayama, alternativamente estallan, una y otra vez, la alegría y la tristeza, la sonrisa y el llanto, la plenitud…en medio de dudas, o algo parecido. Eso que aflora en los días perfectos de vivir, aunque vivamos imperfectamente.