En el arranque de Un actor malo, dirigida por Jorge Cuchí, se está filmando una película. En ella, Daniel Zavala (Alfonso Dosal) interpreta al hijo de un empresario; está acostándose (a escondidas, claro) con la joven segunda esposa de su padre –actuada por Sandra Navarro (Fiona Palomo)– a quien a veces llama madrastra por molestarla. Además de compartir ese rodaje, ambos intérpretes se llevan bien y tienen carreras promisorias. En un hotel de paso como locación, les llega el momento de una escena íntima, de cama, después de que –la noche anterior– entre ellos y gente del crew se diera una charla casual, entre broma y no, sobre la conveniencia de que fuesen reales las escenas de sexo en el cine, para mayor verosimilitud. “Como en Anticristo, de von Trier”. Cinema verité, pues.
“¡Acción!”, ordena Gerardo (Gerardo Trejoluna) el director. La fuerte escena marcha muy bien hasta el momento en que Sandra hace un gesto raro, sutil pero evidente. “¡Corte!”. El director y sus actores revisan la toma en el videoassist, con Sandra demudada y el rostro vacío. En efecto, habrá que repetir el momento, porque el rictus ese de la chica no corresponde. Sandra pide unos minutos a solas con Regina y Ximena (Karla Coronado y Patricia Soto), asistentes de la producción. En shock y entre lágrimas les dice que Daniel la violó durante la escena. El estupor, la confusión, la indignación, aparecen. Llaman y enteran a Gerardo, quien “no puede creerlo”. A su vez, el director aparta a Daniel y le dice lo que está pasando; enfático, el tipo niega todo, con absoluta convicción. Mónica (Mónica Jiménez), la productora, es avisada; llega y decide cerrar la producción, con el cuento al crew de que en Sandra hay fuertes síntomas de covid. Daniel se entera de que Sandra va a denunciar y que su abogado (Juan Pablo de Santiago) viene ya en camino. Daniel siente enloquecer; no puede creerlo y por igual consigue el apoyo legal de una abogada (Ana Karina Guevara). El caos impera y crece pues, en esa locación que apenas un par de horas antes fluía y trabajaba adecuadamente. En esencia, todo está yéndose al carajo. Por supuesto, con rapidez germinan ciertas dudas: ¿por qué no gritó Sandra en el instante mismo de lo que alega? ¿Por qué tardó varios minutos en avisarlo? ¿Será que está mintiendo? ¿O acaso ya había algo entre ella y Daniel de lo que ahora quiere vengarse? Vamos: suficiente bruma como para revictimizarla –una posibilidad siempre latente– por el acostumbrado sistema de “justicia” patriarcal, en un país (y mundo) cuyas respuestas a los agravios sobre las mujeres casi siempre derivan en impunidad.
En Un actor malo, las consecuencias de todo esto se muestran en un 2º acto tan logrado como el 1º. En ambos y hasta aquí, la narrativa y sus formas discurren de manera cercana a lo ejemplar, con puesta en escena, acciones, diálogos y actuaciones muy convincentes (la de Fiona Palomo, incluso superlativa). Por igual, la puesta en cámara ha construido una atmósfera tensa, contenida, tan cercana como muy incómoda, a través de planos largos –frecuentemente cerrados y envueltos en el silencio– confirmatorios de la asfixiante, respectiva tragedia de los protagonistas, cada cual distinta (desde luego), pero ambas igual de abismales y profundas. No obstante, ese tan excelente balance de Un actor malo entra en problemas por un acto final cuando menos cuestionable. En él detona una apuesta distinta, de recursos (exacerbados al límite) que ya no tienen que ver con los tensos tempos y contención antes centrados en los dramas individuales de Sandra y Daniel. Esta estética “de ruptura” –digamos– que más pareciera de una película diferente, tiene por resorte una filtración, en un mundo al que sus entornos le son dictados cada vez más por las “benditas redes sociales”, que también pueden ser malditas como semilla de lo visceral, de la desproporción y de la ira, naciente o acumulada. Más allá de este rasgo a discutir (habrá opiniones distintas), Un actor malo es un film de amplios méritos, que hay que ver.