No todas las películas –claro– son ortodoxas, ni funcionan según lo tradicional y acostumbrado. Así pues, las hay genuinamente bizarras, lo cual suelen ser buenas noticias cuando esos rasgos de sorpresa, de ruptura, de riesgo, se cumplen con estatura a partir del impulso e imaginación de realizadores talentosos y hasta visionarios. He aquí dos films recientes ejemplo de esto, con comentarios que formulé al momento de su estreno…
Beau tiene miedo (Beau is afraid; 2023), de Ari Aster. El inseguro y aprehensivo Beau –cincuentón hijo único de una poderosa empresaria– vive solo, en el precario apartamento de un barrio de la peor calaña. A punto de viajar a visitar a su madre, una serie de desgracias se le echan encima. En medio de esa vorágine de fatalidades, la madre de Beau muere en un accidente hogareño, pero su funeral aguarda a que él esté presente, según deseo de la occisa. A partir de esto, ya el único afán de Beau es llegar cuanto antes ante el féretro, para que el rito final se cumpla. Pero Beau tarda mucho en volver a casa (donde las cosas marchan mal) por diversos giros y nuevos tropiezos. El dependiente y frágil tipo se enreda en una odisea kafkiana, con genuinas sorpresas aún por venir, incluidas una maldición eyaculativa (digamos) y una febril existencia alterna. Beau tiene miedo es una comedia de muy negros tintes y eventos. Detona desde el siempre filoso asunto de relaciones madres-hijos exacerbadas, pero a fin de cuentas resulta más una mirada cruda a una sociedad cuestionable, agresiva, decadente, en la que, según vemos, a quienes peor les va son a las almas frágiles/buenas/expuestas, que de varias maneras terminan marginadas por un entorno cada vez más violento y atemorizante. Aster eleva esto a niveles cuasi-maniqueos, apoyándose en un humor frecuentemente torcido, presente tanto en los eventos “factuales” de Beau (los que en verdad le pasan) como en esos otros nacidos de recuerdos, imaginaciones y fumadas, que lo asaltan una y otra vez en el despiadado berenjenal de infortunios que, para lastimarle, alimentan la película.
Pienso en el final (I’m thinking of ending things; 2020), de Charlie Kaufman. Una pareja de novios viaja por carretera hasta la granja de los padres de él, para conocerles. Sin embargo, en la cabeza de la chica está la idea de “terminar las cosas”, algo que debió hacer antes de subir al auto. Ya en la granja, sus horas con los eventuales suegros serán muy incómodas, entre personalidades vaporosas y sucesos inexplicables: distorsión del tiempo, desvaríos, recuerdos equívocos y una atmósfera crecientemente confusa e inquietante. Con todo, es el viaje de regreso –de noche y con una inclemente nevada– lo que convierte el “estoy pensando en terminar las cosas” en un acuciante “¿qué demonios está pasando?”, tanto para la chica como para la audiencia. Si bien viene a la mente el concepto de thriller psicológico, Pienso en el final se percibe más bien indefinible, pues su itinerario va de una frágil “normalidad” a lo bizarro sin regreso, con retos al espectador que incluyen una prepa solitaria, un anciano que en el frío congelante se quita la ropa, números musicales dignos de Oklahoma, una heladería abierta a deshoras (en temperaturas bajo cero) y hasta una entrega del Premio Nobel. Aun así, Pienso en el final se las arregla para atraparte, para mantenerte interesado y para que sea asombro, no irritación, lo que haga que la quijada se te caiga. Un film, pues, que tiene más de una lectura y no un único nivel de comprensión.
Desde luego hay más títulos bizarros recientes. Por eso –de entre una baraja mayor de opciones– dedicaré la columna de la próxima semana a otros dos o tres títulos también permeados de dicho rasgo. Tal vez Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades, de González Iñárritu, y/o Todo en todas partes al mismo tiempo, de Dan Kwan y Daniel Scheinert, y/o Pobres criaturas, de Yorgos Lanthimos. Vaya ciclo de rarezas –feroz, estimulante– que podemos regalarnos con estas cinco películas.