El escenario como síntoma, los aplausos por prescripción médica

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Lo escuché por primera vez hace más de veinte años. En aquel entonces no entendía del todo lo que decía, a veces solo repetía por repetir lo que para mi sonaba bien, sonaba divertido. Algo de su forma de cantarlo me atrapó. Volví a encontrarlo en Puebla, en un lugar que se siente más a casa que a foro: el Beat 803. Te sirven una caguama mientras suena la vida en vivo.

Armando Palomas apareció sobre el escenario con una playera negra, un chaleco, un whisky en la mano y el rostro de quien ha visto todo y aún así decide contarlo.

No sé si el concierto empezó con una canción o con una historia. A veces no hay diferencia.
A Palomas le gusta explicar lo que va a cantar y uno entiende por qué: sus canciones no se cantan, se reviven. Aunque eso solo ocurre si lo dejan hablar. Hay quien prefiere interrumpirlo con gritos de borrachera como si no se diera cuenta de que la nostalgia necesita pausas, no empujones.

«Le pedí al doctor que me dejara hacer siete conciertos, en siete ciudades,» dice con media sonrisa y se sirve otro trago. No lo dice como quien negocia con la salud. Lo dice como quien aún no puede desintoxicarse de algo. Y no hablo del whisky.
Palomas tiene una adicción evidente, pero no es líquida. Es una adicción al calor que sube del público cuando alguien corea lo mismo que él escribió llorando en una servilleta. A la necesidad de seguir diciendo cosas que arden. A ese momento en el que el aplauso no es un premio, sino un abrazo que se repite porque la canción dolió justo donde tenía que doler.

«Estoy seguro que nadie compone cuando está contento.»
Y ahí quedó claro que lo suyo no es música: es cicatriz.

Hay músicos que tocan para llenar estadios. Él canta como si se tratara de no quedarse vacío.
Y aunque ha cambiado con el tiempo, se nota una evolución, con músicos que entienden que acompañar no es lo mismo que rellenar, su público parece no haber cambiado tanto. A veces hay una desconexión entre lo que se ofrece y lo que se espera. Como si algunos siguieran buscando al hombre que gritaba una canción pendeja y no al que ahora también se queda en silencio.

Presentó su álbum La nostalgia de las servilletas. Y no pude evitar pensar que ese título no es solo una metáfora. Porque muchas de sus canciones parecen eso: ideas manchadas de trago escritas al reverso de una cuenta. Crudas. Reales. Que se pegan.
Palomas no canta para sonar perfecto. Canta para no explotar.

Y ahí, entre trago y trago, canción tras historia, uno entiende que no se sube al escenario por disciplina. Se sube porque no hay de otra. Porque hay un incendio dentro y a veces la única manera de no quemarse es prender el micrófono.

Canta porque si no lo hace, se quiebra.

Armando Palomas: historias, whisky y cicatrices en el Beat 803. Foto: <a href="https://www.instagram.com/winiberto/" target="_blank" rel="noopener">Ludwin Cuevas</a>
Armando Palomas: historias, whisky y cicatrices en el Beat 803. Foto: Ludwin Cuevas
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Armando Palomas: historias, whisky y cicatrices en el Beat 803. Foto: Ludwin Cuevas
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Armando Palomas: historias, whisky y cicatrices en el Beat 803. Foto: Ludwin Cuevas
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Armando Palomas: historias, whisky y cicatrices en el Beat 803. Foto: Ludwin Cuevas
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Armando Palomas: historias, whisky y cicatrices en el Beat 803. Foto: Ludwin Cuevas
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Armando Palomas: historias, whisky y cicatrices en el Beat 803. Foto: Ludwin Cuevas
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Armando Palomas: historias, whisky y cicatrices en el Beat 803. Foto: Ludwin Cuevas
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