Se acabó el Mundial para México, lo cual –más allá de lamentarse– suma para reconducirnos a las salas cinematográficas, que por cierto siguen exhibiendo partidos en vivo del certamen. Vale la pena acercarse a Desobediencia, de Sebastián Lelio, nominada en el más reciente Festival Internacional de Cine en Guadalajara al Premio Maguey, concedido finalmente a la cinta brasileña Tinta bruta, de Filipe Matzembacher y Marcio Reolón. Argumentalmente, no es difícil ubicar Desobediencia: tras años de “exilio” oprobioso por su affaire con una amiga de juventud, Ronit (Rachel Weisz) regresa a Londres a su estricta comunidad judía ortodoxa, al enterarse de la muerte de su padre, Rabino principal de la misma. Reencuentra a Esti (Rachel McAdams) –la chica en su pasado– casada justo con Dovid (Alessandro Nivola), otrora el mejor amigo de ambas y quien ha de suceder en la Sinagoga al fallecido, al ser su discípulo más aventajado. Inevitablemente, vuelve a encenderse, irresistible, la flama entre ambas mujeres, en medio de omnipresentes encrucijadas de fe, obediencia y futuro, en la tónica que establece el tagline de la película: El amor es un acto de desafío.
Además de arriesgado, Desobediencia es un drama austero, seco, pero hondo en pasión, en capas y realidades a considerar, sobre temas quizá incómodos pero también esenciales. Temas, por citar algunos, como la necesidad de una genuina identidad propia (no sólo basta “pertenecer”), los estragos de heridas sin cicatrizar, los mandatos “irracionales” del corazón y, aún más nuclear, el bien ser (en términos de congruencia) por encima del bien estar (en términos de confort). Todo ello permeado por la fuerza del último concepto del que habló el padre de Ronit un instante antes de morir: el libre albedrío. El director Lelio comprende con precisión tanto conflicto como contexto y encuentra tono y tempo exactos de su film, co-escrito por él y Rebecca Lienkewicz a partir de la novela de Naomi Alderman. La atmósfera es grave y tensa más que íntima, pero encuentra su particular elegancia en ese par de almas insatisfechas que son Ronit y Esti, a las que se suma Dovid –de inicio el más confundido e inerte– trío lacerado/marcado por los eventos. Desobediencia es pues un film mayor en cuanto a relato, en cuanto a factura y en cuanto a implicaciones, que se defiende a sí mismo y vale la pena ver por el foco y cuidado con que ha sido entregado. Ojalá su taquilla dé para varias semanas de exhibición.
Por otra parte, sin esperar demasiado de ella, me asomé a El alma de la fiesta (Life of the party), comedia de Ben Falcone con la talentosa Melissa McCarthy. Aunque sin resonancia mayor, es una película grata y divertida. Tiene que ver con Deanna (McCarthy), esposa y madre a la que el marido abandona. Ante las circunstancias, lo mejor que se le ocurre es regresar a la universidad, en busca de concluir los estudios que dejó truncos por matrimonio y familia. Eso ya alcanza para algunas posibilidades comédicas –la mujer mayor que debe mezclarse con millenials y no morir en el intento– pero agreguen esto otro: su hija Maddie (Molly Gordon) será una de sus compañeras de pandilla, porque asisten al mismo College. Sobra decirlo: eso es para Maddie la pesadilla perfecta. El alma de la fiesta acierta al no forzar una exageración tras otra en ese contexto, aunque desde luego hay algunas (vg. el instantáneo “pegue” de Deanna con un galancete universitario). Y acierta también al no abusar de la relación como fraternity sisters de madre e hija, en especial en cuanto a affaires relativos a “comportamientos” incómodos (que también hay alguno…y no precisamente de Maddie). En fin, una película más lograda de lo esperado –incluso, más sensible de lo esperado– con Melissa McCarthy como bastión indudable, bien apoyada por un grupo de actrices jóvenes que sostienen muy bien su carácter de cómplices. Y ojo con la hermosa Molly Gordon, a la que hay que seguir cuanto se pueda.