En alguna parte leí -no recuerdo donde- una anécdota atribuida al presidente Adolfo Ruíz Cortines que contaba que por la calle de su domicilio particular pasaba un vendedor de algo, tamales o fruta, muy temprano todos los días, incluidos domingos y festivos, ofreciendo a gritos su mercancía y despertaba a los que ahí vivían; un amigo suyo le sugirió una vez que le hablara a la autoridad correspondiente para que evitara que el comerciante transitara por ahí y don Adolfo le contestó: «si pido tal cosa, puede que este pobre hombre no vuelva a transitar por ningún lado ¿no comprendes lo que una palabra del presidente puede ocasionar?» Ruiz Cortines comprendía muy bien el peso de la palabra presidencial y sabía, conocedor de sus aduladores como era, que algún lambiscón acomedido podría intentar hacerle un ‘servicio’ que no correspondiera a su deseo ni a la importancia del asunto. No se si esto que narro sea cierto, pero sí se que es posible.
En el libro de Miguel Alemán Velasco ‘No siembro para mi’, una biografía cariñosa de Ruiz Cortines, amena y recomendable, el autor cita al secretario particular del entonces presidente narrando lo que su jefe le dijo alguna vez respecto a la palabra del gobernante: «El presidente, don Humberto (Romero Pérez) no puede ni debe ser un editor en jefe de la prensa nacional, porque la palabra presidencial debe ser muy pesada, muy meditada, muy analizada, muy bien dicha, muy de vez en cuando y con un sentido definitivo, porque tiene una gran importancia.»
Creo que don Adolfo, hombre sensato, austero republicano, sabio político y con visión de estadista, tenía razón. En contraste, hubo otro presidente de México que habló todos los días, de todo y con todos, Luis Echeverría Álvarez. La historia ha juzgado a ambos.
Creo que el presidente López Obrador debe analizar muy objetivamente el resultado de su estilo personal de gobernar y si su exposición diaria ante la prensa y el publico -que no es el pueblo, como alguna vez le dijo Gonzalo N. Santos a Cantinflas- es benéfica para su gobierno y, en consecuencia, para el país. Un gran comunicador como él, no necesita exponerse al error, ni a enredarse, como puede suceder con cualquiera que hable tanto. Comprendo su objetivo al hacer crecer enemigos de papel, tinta e imagen que, diría Reyes Heroles, con su resistencia apoyan, pero no me parece que sus adictos irreflexivos entiendan cabalmente su estrategia y en su afán de quedar bien, pueden meterlo en problemas con resultados no deseables.
Al término del primer tercio de su administración, el presidente, en mi opinión, debería revisar los resultados reales obtenidos hasta ahora y tendría que renovar su equipo de trabajo, relevar a los muchos que no dan la medida necesaria, oxigenar a sus partidos o formar otro, con cuadros más inteligentes y menos ambiciosos y consolidar su proyecto, final de cien años de un modo de hacer política, para sentar las bases del México moderno, demócrata, incluyente, feminista, ecologista y menos corrupto en todos los sentidos, que vendrá inevitablemente, pero sin tanta violencia y tanto dolor si él, AMLO, es capaz de facilitar su tránsito.