En Vidas pasadas, ópera prima de Celine Song, Na Young y Hae Sung son un par de doceañeros, compañeros de escuela, residentes en Seúl. Se gustan tímidamente y pasan algunos ratos juntos, hasta el día en que la familia de Na Young emigra a Canadá, en donde, por razones prácticas, ella cambia su nombre a Nora. Percibimos que esto afecta no poco a Hae Sung. Transcurren 12 años; Nora (Greta Lee) vive ya en Nueva York, de a poco creciendo como dramaturga. Por su parte, Hae Sung (Teo Yoo) sigue en Corea, con un empleo promedio después de cumplir el servicio militar. Ha estado buscando a Na Young en redes sociales, sin suerte puesto que ella ahora es Nora. Finalmente se encuentran, conectando en videollamadas más y más frecuentes. Sin condiciones dadas para reunirse, abruptamente ponen fin a su comunicación por sugerencia de ella. Nora menciona que será “temporal”, para enfocarse como escritora en ese momento de su vida. En realidad, su agobio es la trunca, fallida posibilidad de volver a ver a Hae Sung. Pero son otros 12 años los que se van sin hablarse; lapso en el cual Nora se casa con Arthur (John Magaro), también escritor. Es entonces cuando –24 años después– Hae Sung decide “vacacionar” en Nueva York. Él y Nora se citan para, por fin, volverse a ver. A su tiempo –entre la alegría, confusión y timidez de ambos (convertidos de pronto en una suerte de “colegiales treintones”)– irremediablemente surge la pregunta, de Nora a Hae Sung: “Necesito saber, ¿viniste por verme a mí?”. Desde luego, todo eso potencial-emocional acumulado durante tanto tiempo, termina por detonar. Y claro, Arthur –en medio de la situación y sin estar seguro de qué hacer– queda también conmovedoramente inmerso.
Una ópera prima así de transparente, así de sutil, así de contenida, así de aterrizada, es difícil de encontrar. Lo que Celine Song entrega con Vidas pasadas es una rebanada de vida que no solamente lo es de fachada, sino justo en las honduras sensibles, esenciales, a que esa vida nos conduce. Una película de largos silencios (nacidos de quietos pasajes, muy emotivos), en su mayoría construida de sensaciones más que de argumento, con un ritmo calmo que de alguna forma contrapuntea la vorágine de sentimientos (al límite) de los tres protagonistas, que como pueden consiguen no explotar y exteriorizarlos. Esto, a pesar de que, debe decirse, Nora, Hae Sung y Arthur se conducen desde una total sinceridad, que suele ser rara avis en círculos afectivos como el descrito. Como resultado, Vidas pasadas es de una honestidad rotunda, inusitada, que en medio de todo encuentra además los espacios y momentos para reflexionar y comentar sobre destino, sobre identidad, sobre búsqueda (como algo connatural a nuestra condición humana), y claro, “sobre lo que pudo ser”, pero con reconocimiento y respeto a lo que de hecho “es”. Para que todo lo anterior florezca, son clave las tres actuaciones, en verdad soberbias.
Por último –entre todo lo bueno que hay en Vidas pasadas— destaco su arranque y su cierre. El primero es una especie de prólogo, aunque sucede ya en la última noche de los eventos. Sentados en un bar, Nora, Hae Sung y Arthur son observados por una pareja fuera de cuadro; sus voces, en off, especulan sobre cuál es su respectivo rol en la relación entre ellos. Una estupenda, diáfana, introducción/ubicación del núcleo esencial de lo que estamos por ver. En cuanto al cierre, no debo describirlo aquí, pero se trata de uno de los mejores finales del cine de este siglo, con los tres personajes como protagonistas, cada cual ratificando –y desahogando– lo que bulle en su alma, completándose así la comprensión, ya definitiva, de sus vivencias de la última semana. Reconocida hasta el momento con 70 premios internacionales, Vidas pasadas está nominada a dos estatuillas por la Academia de Hollywood, en los rubros de mejor película y guion original. Me queda la sensación de que merecía bastante más, sin que mucho importe. No se la pierdan.