En pleno siglo veintiuno, en un mundo de artilugios electrónicos que supera la imaginación de los mejores magos de hace no tantos años, comunicado de manera instantánea -en tiempo real, que se dice- con voces e imágenes de gente que se encuentra a miles de kilómetros de distancia, persiste la esclavitud.
Porque no es otra cosa el mundo laboral moderno; los eslabones de estas cadenas nuevas se llaman competitividad, eficiencia y eufemismos similares pero forman cadenas que limitan la libertad y el desarrollo humano y convierten a las personas en parte de un engranaje económico perverso.
En el extremo de esta perversión degradante de la raza humana están los migrantes ilegales o indocumentados, esos que mueren al caer del tren, adecuadamente apodado ´la bestia´, aquellos que mueren de sed en el desierto del sur de Estados Unidos, los que se ahogan en los frecuentes naufragios en el Mediterráneo. Auténticos esclavos contemporáneos cuyas vidas no valen más que discursos de político banales.
¿Por qué escribo hoy de este tema? porque me da rabia que pasen estas cosas, porque siento una enorme impotencia al no poder hacer nada, porque me indigna la injusticia. O sea, nada importante para la economía. Tonterías, pues.