Difícil confundirte o “hacerte bolas” con la filmografía de la inolvidable Katharine Hepburn (La reina africana, ¿Sabes quién viene a cenar esta noche?), que utilizaba así, completo, su nombre de pila –Katharine– como hoy lo hace Katherine Heigl (Ligeramente embarazada, 27 bodas, La cruda verdad), actriz contemporánea, con la mínima diferencia de una letra al escribirlo. Pero estás en problemas, entre abreviaturas y tanta “K”, cuando pides a tu memoria conciliar y discernir los trabajos de Katie Holmes (Batman inicia, La dama de oro, El secreto), Kate Winslet (Titanic, El lector, El descanso), Kate Mara (Secreto en la montaña, Trascender, Los 4 fantásticos), Kate Beckinsale (Señales de amor, Underworld, El aviador), Kate Hudson (Casi famosos, Cómo perder a un hombre en 10 días, Guerra de novias), Kristen Stewart (Crepúsculo, Siempre Alice, Anestesia), Kristen Wiig (Casi perfecta, Damas en guerra, La vida secreta de Walter Mitty), Kristin Scott Thomas (Cuatro bodas y un funeral, El paciente inglés, El señor de los caballos) y Kirsten Dunst (El hombre araña, María Antonieta, Melancolía). Eso provoca, con frecuencia, que nuestra cabeza “ubique” a una (o varias) de estas actrices en la película de otra, para una mezcolanza que podrá divertir a algunos, pero seguro que a ellas no. Algo parecido a lo que ha pasado a ciertos cinéfilos –y aquí, ni siquiera por similitud del nombre– con Dustin Hoffman y Al Pacino, con Ben Kingsley y F. Murray Abraham, claramente con Jeff Bridges y William Hurt, así como, a últimas fechas, con Felicity Jones y Emilia Clarke. Incluso hubo tiempos (me parece que ya no) en que algunos confundían a Tom Cruise y Richard Gere, o al menos “cruzaban” las películas de cada cual. ¿Por qué este comentario? Tal vez porque la memoria empieza a jugarme malas pasadas y quisiera convencerme de que no soy el único. Como ejemplo de esas triquiñuelas, no hace mucho atribuí un film de Michel Franco a Carlos Reygadas, y –peor aún– nomás no podía acordarme, en un insomnio a las 3 de la madrugada, del apellido de Karla…¡Souza! Así que, explicado el asunto, les ruego perdonar esta digresión.
Drástico cambio de tema: actualmente exhibe en salas La verdad (La verité), del japonés Hirokazu Kore-eda, el célebre realizador de Después de la tormenta y de Un asunto de familia (Shoplifters). La verdad –coproducción franco-japonesa– nos da la oportunidad de disfrutar juntas a la legendaria Catherine Deneuve (otra Catherine, pero esta con “C”) y a la siempre estupenda Juliette Binoche. Es un drama de familia al que mucho se le agradece no tenga gritos ni estridencias. La anécdota de partida es simple: Lumir (Binoche), guionista de profesión, viaja de Nueva York a París –acompañada de su marido (Ethan Hawke) y de su pequeña hija (Clémentine Grenier)– para la presentación del libro autobiográfico de su madre, la estrella del cine francés Fabienne Dangeville (Deneuve), a quien los años de infancia y juventud de Lumir aún le reclaman –y resienten– una relación fría distante y ocasionalmente cruel. El reencuentro de ambas mujeres será ocasión para ventilar los hondos pendientes afectivos, más allá de que Fabienne esté en medio de un rodaje y a muy poco de la presentación mencionada. Una sólida película sobre las aristas de la fama y sus recelos, sobre las dualidades de la memoria y los recuerdos de familia, sobre el oficio de actuar y sus exigencias, como vertientes a conciliar –en este caso– para la salud del clan familiar y sus relaciones. Muy bien actuada –y como antes dije, sin gritos ni sombrerazos– La verdad nos conduce por estas reflexiones, aprovechando de lleno, como insuperables vehículos del recorrido, el oficio y talento de Deneuve y Binoche.
Y como siempre que se habla de Catherine Deneuve, vienen a la mente muchas de sus películas estelares. Acoto aquí sólo dos de ellas, a falta de espacio: Los paraguas de Cherburgo (1964) y Bella de día (1967), esta última bajo la dirección de Luis Buñuel.