Hay gente a la que le dices “no se te ocurra decir candyman cinco veces frente a un espejo”, y qué hace: muy valentona, rápido se planta frente a un espejo a decir cinco veces la palabreja esa. Y así les va según Candyman, de Nia DaCosta, nuevo argumento sobre el personaje de aquel film homónimo de horror de 1992. Se moderniza como secuela, alrededor de Anthony (Yahya Abdul-Mateen II), artista plástico de Chicago que se empapa de la macabra historia original para hacerla fuente de nuevas inspiración y creatividad. Gradualmente, el tipo evoluciona de mero “interesado”, a ser partícipe activo (no de una forma feliz) de la principal leyenda urbana –silenciada por años– de los extintos multi-familiares Cabrini-Green: la del Candyman. A partir de eso desdobla un film sangriento, muy bien realizado, que se concentra en la tensión más que en sobresaltos puntuales. De manera evidente, la moderna Candyman hace de la protesta racial su núcleo, al establecer la premisa de que, de origen, los sucesos asfixian y acorralan al malhadado antihéroe titular por ser negro, no por ser malo, en una sociedad en la que son autoridades blancas las que “juzgan”. Así, habrá quienes perciban este nuevo tratamiento como “politizado”; y quizá también como “interiorizado” en exceso (el artista atormentado que encuentra los orígenes desconocidos de su todo), pero a fin de cuentas Candyman nunca extravía su identidad principal: la de un logrado ejercicio en horror que por cierto termina con un “Cuéntaselo a todos…” que deja la puerta abierta (y dispuesta) para una secuela más. Digo, porque los dulces sí que nos gustan, ¿o no?
Ahora bien, otra es la película en cartelera que narra una historia genuinamente alucinante: la franco-belga Tres días y una vida, de Nicolás Boukhrief, basada en la novela de Pierre Lemaitre. Se ubica en 1999, en la pequeña y tranquila población belga de Olloy, en los días previos a la celebración de Navidad. En el transcurso de esas horas, Antoine (Jeremy Senez), de 12 años, topa de frente con tres eventos demoledores: la muerte de un perro muy estimado; la desaparición de Rémi, su vecinito de 4 años, y una inesperada, devastadora tormenta, que arrasa por completo el entorno y por ende mutila la posibilidad de encontrar al pequeño desaparecido. El pueblo entero sufre un drástico vuelco y cambia para siempre; en especial la vida de Antoine, a quien reencontramos 15 años después (actuado por Pablo Pauly), en el umbral de decisiones definitorias. Su pasado de 1999 ha quedado muy atrás, con sus heridas cerradas y archivadas…o eso piensa el joven. Tres días y una vida es una mirada a lo accidental en nuestras vidas, a nuestras reacciones frente a ello y a las inevitables consecuencias, aspectos en los que el azar no deja de tener un rol, a veces más y a veces menos dramático. De ahí que la película sea angustiosa desde muy temprano, por la rápida sucesión de los eventos que le dan cauce frente a la desolación y confusión de un niño tan víctima como el perro aquel, como el pequeño Rémi, como el pueblo destruido, y aún más incluso. Un film sobrecogedor que no gusta, sino escarba, en el que además afloran evidencias sobre nuestra fragilidad y, en especial, sobre cómo y cuánto podemos ser títeres de un destino que no se obliga a vernos siempre con simpatía. Esto nos enseña: decir que algo “me cambió la vida” debe antes pensarse muy bien, en favor de una justa, cuidadosa y obligada perspectiva. Ojalá los cinéfilos tengan tiempo de verla.
Tres días y una vida me hizo recordar Expiación (Atonement; 2007), de Joe Wright, otro film en el que un solo hecho trastoca una existencia para siempre, condenando a vivirla cuesta arriba. Le pasa, a sus 13 años, a la brillante y soñadora Briony Tallis (Saoirse Ronin), a partir de una mala interpretación, que deriva en confusión, que deriva en ex-abrupto, que deriva en mentira, que deriva en tragedia. Una mentira; no se necesita más para darle un vuelco a los sueños de una persona…o de tres, como en Expiación sucede.