Alfredo Naime
Nueva Roma, la gran metrópoli imperial, vive convulsa, con sus ciudadanos crispados e inconformes. Los conflictos se profundizan por una lucha de poder entre el alcalde Frankie Cicero (Giancarlo Esposito), muy cuestionado por la gente, y el arquitecto-genio César Catilina (Adam Driver) –literalmente capaz de detener y controlar el tiempo– obsesionado con reconvertir a la ciudad en una utopía futurista de beneficios para todas las clases sociales. Cicero y Catilina no pueden estar más confrontados, representantes como son de dos escenarios antagónicos: el discurso de la continuidad perfectible del alcalde, que Catilina interpreta como estancamiento, y la visión del cambio rotundo, audaz, de éste su rival, que Cicero denuncia como mero protagonismo encauzado hacia egoístas intereses personales. Una pugna que todavía se hace peor cuando la guapa hija del alcalde Cicero, Julia (Nathalie Emmanuel), empieza a sentir atracción por Catilina y…decide trabajar para él, más allá del natural amor por su padre. En medio de todo esto, cada vez más confrontada y entre signos de decadencia, Nueva Roma amenaza con explotar, con las posturas antagónicas dispuestas a lo que sea con tal de afianzar o absorber el poder, en un clima de traiciones, conspiraciones e intrigas palaciegas dignas de ese modelo de Imperio Romano asentado en América. Peor imposible –claro– a menos que una suerte de cometa (¿profético?) decida cambiar su rumbo para estrellarse justo ahí. Hombre, como para que Catilina encuentre un pretexto más para rediseñar y reconstruir la urbe como utopía.
Lo anterior es relativo a Megalópolis, de Francis Ford Coppola, financiada por él mismo (120 millones de dólares) a falta de capitales interesados. Hablamos de un proyecto de vida, atesorado por Coppola desde hace cuatro décadas. Si bien presentada como una “fábula”, resulta bastante más, difícil de acotar o etiquetar. Su concepto pasa por un rico crisol de rasgos; entre ellos, drama satírico, sci-fi epic, cine autoral, manifiesto social e incluso (tal vez) film-testamento, desde una óptica que en principio parece desencantada, pero que al final denota la esperanza, el optimismo, de una humanidad –por venir– no decadente, sino fortalecida y mucho mejor. De exuberante puesta en escena y espectacular visualidad, también es, en cambio, saturada, dialogada en exceso, muy densa a ratos, quizá por los énfasis buscados por Coppola para sus apuntes; en especial, el de hacer consciente la urgencia de regresar a escenarios cada vez menos vinculados al poder, las influencias, la avaricia y la política (Megalópolis incluye no pocas alusiones a la retórica de Trump), en favor de reencontrar fraternidad, solidaridad y demás valores, hoy tan extraviados. En esto radica la luz principal y genuina de la película, que es en esencia lo que justifica no descartarla, como ya lo han hecho algunos (porque claro, no es Apocalipsis, y menos El padrino). Además, el que abunde en actores conocidos hace el reparto muy atractivo; entre otros, Dustin Hoffman, John Voight, Aubrey Plaza, Talia Shire, Laurence Fishburne y Shia LaBeouf se suman a Driver, Esposito y Emmanuel, mencionados arriba. Así pues, consideren la opción de ver Megalópolis , que es cuando menos la puerta de retorno al cine de un cineasta que ya regaló obras maestras incuestionables.
Para terminar, otra película que atrae atención –por el éxito de Sonríe— es Sonríe 2, del mismo director, Parker Finn. Comienza una semana después del suicidio de la Dra. Rose Cotter, que fue quien más la sufrió en su momento. Ahora toca el turno, de enfrentar a la malignidad de origen, a Skye Riley (Naomi Scott), la superestrella de la música pop que intenta un regreso triunfal a la fama y el éxito, después de serios problemas de adicción y un grave accidente automovilístico. Ya hablaremos de Sonríe 2 y su horror recargado.