No pocas veces hemos deseado ir al cine con la idea de encontrar alguna película que nos resulte tanto grata como inspiradora. Es decir, que nos entretenga, pero que también nos mande a casa con el corazón más sereno, con el ánimo renovado y con expectativas más optimistas de todo eso que sigue. En esa tónica, aquí cuatro cintas que, me parece, consiguen eso por caminos diversos (y hasta atípico, alguno de ellos).
Amantes de 5 a 7 (2014), de Victor Levin. Un joven escritor conoce a una francesa 9 años mayor –atractiva, culta, divertida– de la que se enamora casi inmediatamente. Pero también es casada…y con hijos. Con “aprobación” del marido, se establece un arreglo: podrán encontrarse, cada ocasión, sólo de 5 a 7. Pero no hay “situación perfecta”, porque uno siempre quiere más. Película en todo momento contenida, apacible, delicada –dulce incluso– que no por ello hace los sentimientos de los protagonistas menos profundos. Más bien se matizan: por una mirada más amplia a las cosas; por evitar la “explosión” en favor de la “implosión” (igual de intensa, pero menos aparatosa) y por el honesto intento de entender al otro, aún a contracorriente de la percepción y el deseo propios.
Buscando un amigo para el fin del mundo (2012), de Lorene Scafaria. Un asteroide de 120 kilómetros de diámetro chocará en tres semanas contra el planeta y acabará con la humanidad entera. Así, el film ofrece los rasgos del drama humano –sin posibilidad de final feliz– pero evitan un tono de tragedia fatalista o desgarrada. Florece en cambio un cierto ambiente de fraternidad, de genuino deseo de reconciliación, de saldar pendientes, de valorar a la familia, que más sugiere melancolía que desesperación. Este tono dulce encuentra su cauce y foco en Dodge y Penny, dos solitarios que recién se conocen. Hallarán que Dios y el destino deparan caminos misteriosos, incluso cuando los afectos truncos y los deberes inconclusos se nos echan encima (a veces, con el peso y tamaño de un asteroide).
Descubriendo la amistad (2003), de Tom McCarthy. Fin es un enano cuya solitaria vida transcurre entre la pasión por los trenes y un único anhelo: que los crueles y curiosos lo dejen completamente en paz. A la muerte de su único amigo –su empleador en una tienda de trenes a escala– Fin se muda a una abandonada estación de tren (herencia de su ex-patrón), cercana a un pueblucho de Nueva Jersey. Ahí conoce algunas personas; almas que se le vinculan porque todos, conscientemente o no, comparten la misma necesidad de compañía afectuosa, confiable y sincera. El director McCarthy consigue una obra serena, casi siempre melancólica, que encuentra y mantiene un encanto especial. Desde la interacción de sus personajes –plena, significativa, más humana– la película ya no se entiende como “triste”, sino acaso como callada. Y eso deja muy clara la amplia diferencia entre lo emocionante y lo emocional.
McFarland sin límites (2015), de Niki Caro. Un coach colegial en “horas bajas” llega al bachillerato de McFarland, California, comunidad pobre habitada en su mayoría por trabajadores mexicanos del campo. Tras de observar la inusual resistencia de algunos hijos de esos migrantes, decide formar un equipo de corredores cross-country, a pesar del escepticismo general. Así, en medio del lejano sueño de un futuro digno, este “blanco” no sólo será el tutor que enseña, sino también aprendiz del diario corazón, coraje, sudor y dignidad de sus pupilos y sus familias. Basada en hechos reales, este amable melodrama de los Estudios Disney no sólo versa sobre el resultado de los eventos, sino en esencia sobre el proceso. El tono político está presente, pero en la dosis natural y exacta del transcurso de los sucesos. Film esencialmente sobre “superar obstáculos”, a partir de catalizadores como familia, disciplina, convencimiento, orgullo y raza, en su mejor acepción posible.
