El aniversario ochenta del Colegio de México, que se celebra hoy, 8 de octubre de 2020, es ocasión propicia para comentar algunas cosas que he estado pensando en los últimos días.
En 2021 se conmemoran centenarios de eventos claves en la Historia de México, dos en particular documentados puntualmente.
Hace 500 años, en 1521, la caída de Tenochtitlan y el Imperio Mexica, derrotados por los soldados que comandaba el militar Cortés, tlaxcaltecas en su mayor parte y la fundación, en consecuencia, de un nuevo país, diseñado por el político con visión de futuro que era el mismo don Hernán.
Hace 200 años, en 1821, la independencia de México y la constitución en un estado soberano, consolidadas por el militar con visión política Agustín de Iturbide, capaz de unir a los representantes de diversos intereses bajo una sola bandera nacional.
Hay ideas falsas que deforman la historia en beneficio de proyectos políticos coyunturales y se imponen en un imaginario popular, limitado de conocimiento, que alaba a unos ‘buenos’ y condena a otros ‘malos’, sin razones ni elementos verdaderos.
Entre los ‘malos’ de nuestra historia acomodada a la circunstancia, acabaron los triunfadores Hernán Cortés y Agustín de Iturbide, como entre los ‘buenos’ quedaron los derrotados Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo. Esto es injusto, pero además es tonto. Cada uno tiene su mérito.
En principio, los acontecimientos históricos son complejos, se desarrollan por factores políticos, económicos, sociales y aún por imponderables naturales como cataclismos o epidemias y no por la acción de individuos providenciales; estos surgen a partir de las circunstancias, por razones muchas veces accidentales o fortuitas. Y ningún personaje es perfecto, todos tienen cualidades y defectos, claros y oscuros.
La Historia de México es hermosa, tiene momentos de extraordinario valor y heroísmo y también de lamentable egoísmo y ceguera, como es normal en todas las naciones, pero toda ella es magnífica y nos habla de un gran pueblo, generoso, trabajador, creativo, alegre y digno, una población mayoritariamente mestiza que convive con minorías étnicas, autóctonas o migrantes, sin conflictos profundos de discriminación, lo que no significa que no haya dolorosos eventos de racismo y clasismo que serían sólo ridículos sino fueran también deleznables y vergonzosos.
Ojalá que estas conmemoraciones centenarias sean justas con los personajes, ponderen los acontecimientos con verdad y ayuden a comprender la real grandeza de México, a través de la divulgación de los hechos, con sus luces y sus sombras, sin tergiversaciones que sirven a intereses de oportunidad política de conveniencia y empequeñecen lo grandioso, precisamente.
Ojalá que las celebraciones den pie a la unión de los mexicanos en torno a valores esenciales: libertad política, autonomía económica, fraternidad social. Así podremos dirimir diferencias en un marco institucional, vivir una verdadera democracia.
Ojalá que los dirigentes políticos comprendan -tomo la idea de Javier Garciadiego en su discurso de hoy- que el futuro de México es mucho mayor que su pasado. El presente es siempre efímero, dura un instante, eso debe entender el verdadero estadista, sobre todo si aspira a estar en la Historia.
Empecé este texto aludiendo al Colegio de México en su aniversario ochenta, institución nacida como Casa de España en México, fundada por mexicanos excepcionales, sin complejos ni resentimientos, para acoger a españoles excepcionales, agradecidos y generosos, expulsados de su patria por los fascistas traidores que la llevaron a una de sus épocas más oscuras y trágicas.
Esta historia particular me hizo pensar en nuestra Historia general y en su deformación convenenciera. Exigir que los españoles pidan perdón a los mexicanos es tan absurdo como pedir que los tlaxcaltecas pidan perdón a los chilangos por la invasión de hace quinientos años. Esta bien que España y el Vaticano pidan perdón por las atrocidades cometidas en América, pero a los afectados, no a las autoridades políticas actuales de países que no existirían sin aquel parto sangriento y doloroso que les alumbró.
Y para explicar mi sentimiento acerca de conquistados y conquistadores, termino compartiendo el poema de Pedro Garfias a bordo del barco que lo trajo a su nueva patria.
«A bordo del ‘Sinaia’
Qué hilo tan fino, qué delgado junco
-de acero fiel- nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición, nuestras miradas.
España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda de este mar,
con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.
Y tú, México libre,
pueblo abierto al ágil viento
y a la luz del alba,
indios de clara estirpe,
campesinos con tierras,
con simientes y con máquinas;
proletarios gigantes de anchas manos
que forjan el destino de la Patria;
pueblo libre de México:
como otro tiempo por la mar salada
te va un río español de sangre roja
de generosa sangre desbordada.
Pero eres tú esta vez quien nos conquistas,
y para siempre, ¡oh vieja y nueva España!»