Charlie, el enorme

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Alfredo Naime

Corre 2016; el cincuentón divorciado Charlie (Brendan Fraser) vive solo en Idaho, dedicado a impartir clases universitarias de lectoescritura. Lo hace exclusivamente en línea (años antes de la pandemia), confinado a los espacios de su pequeño piso de clase media. Mantiene siempre la cámara apagada. ¿Algún tipo de timidez? No; así oculta Charlie, ante sus alumnos, su obesidad mórbida, que le impide casi cualquier movilidad. Ayudado de una andadera y como verdadera odisea, si acaso se levanta al baño o por la comida delivery que le dejan en la puerta. Es básicamente un hombre roto, por la pérdida del amor de su vida y por los años de distanciamiento con Ellie (Sadie Sink), su única hija, tras dejarlas a ella y a la madre para amar a uno de sus estudiantes. Duelo y culpa que, se adivina, le llevaron a abandonarse, a castigarse, en la forma de esa obesidad que, claro, le tiene en el umbral de la muerte. Su única amiga y compañía es Liz (Hong Chau), enfermera que férreamente le cuida cuanto puede, en sus horas disponibles. Con todo, en cierto momento Charlie consigue que Ellie le visite, adolescente ya, en busca de reconectar con ella. La chica está enojada con el mundo entero, pero en especial con su padre, demostrándoselo a cada minuto (con crueldad, incluso). Así Charlie y las crudas consecuencias de sus errores pasados. Así La ballena (The whale), la emotiva película de Darren Aronofsky.

La ballena procede de la obra teatral escrita por Samuel D. Hunter, por igual autor del guion. Según ese origen, todo el argumento transcurre en el sombrío departamento de Charlie, salvo un par de breves momentos. Ese hábitat opresivo y obscuro, claustrofóbico  (acentuado por la relación de aspecto 1.33), aporta bien a la alta carga emocional de la historia, en el dificultoso periplo y afán de redención del personaje, cuya meta es el perdón de su hija –y asegurar su bienestar– antes de lo que pueda venir. A ojos del espectador, la base que justifica lo anterior es la certeza de que Charlie tiene un corazón mucho más grande que su enorme, obeso cuerpo. Encarnado con conmovedora estatura por Brendan Fraser, su actuación es el pilar principal de la cinta; superior a ella incluso, casi sin discusión. Pero La ballena también se apoya y construye desde otros méritos. Por ejemplo, en que el personaje de Liz está tan lastimado como el de Charlie (aunque no lo parezca), así como el de Ellie tiene una dimensión mucho mayor que la del mero prototipo de angry teenager (hay que ver el alborozado, creciente orgullo de Charlie, a medida que va conociendo a su hija). También, desde luego, la constante presencia metafórica del clásico de Melville Moby Dick, esa otra ballena que no precisamente es de la que trata la película. Todo ello complementa el memorable trabajo de Fraser como Charlie, preámbulo de su cruda epifanía frente a los alumnos, y de un final redentor tal vez enfatizado de más.

En el film hay otros dos personajes, que encarnan causales paralelos y conducen a sumergirnos más. Uno es Thomas (Ty Simpkins), joven e incipiente misionero de un grupo religioso, que se esfuerza en ser ayuda para Charlie y su situación, sin atinar a interpretarla adecuadamente. El otro es Mary (Samantha Morton), la esposa y madre abandonada por Charlie, quien ahogada por el enojo y la vergüenza (¡“cambiada” por otro hombre!) cría a Ellie a la deriva –sin espacio alguno para su padre– hacia los tristes rumbos del rencor y el enojo.  Ambos terminarán “reconociéndose”: Thomas, ante la revelación de ser él quien necesita ayuda…y recibiéndola de la persona más inesperada; Mary, si bien no lo admite, comprendiendo mejor los matices profundos de la decisión de Charlie (sin justificarla, claro). Cual se sabe, en la ceremonia del Oscar –ante el beneplácito general– Fraser recibió la estatuilla como actor del año, mientras que Hong Chau estuvo nominada como actriz de reparto. Sin duda un buen regreso a la dirección para Darren Aronofsky, que no había hecho cine desde ¡Madre! (2017).

Alfredo Naime

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