El pasado 22 de octubre se cumplieron diez años del estreno en México de Biutiful, el 4º largometraje de Alejandro G. Iñárritu. Desde entonces, su cosecha de reconocimientos asciende a 85 nominaciones, 21 de las cuáles se volvieron triunfos; entre ellos, dos en Cannes y tres Goyas españoles. Por sentir que el “deca-aniversario” lo amerita, recupero aquí la crónica completa que dediqué a la película en aquel 2010, pero sobre todo les invito a revisitarla. Sigue tan vigente como el primer día.
Uxbal (Javier Bardem) está separado de Marambra (Maricel Álvarez), su esposa bipolar y alcohólica. Tiene la custodia de sus dos pequeños, Mateo y Ana, a quienes adora y cuida hasta el límite de sus capacidades. Trabaja “por su cuenta”: es el enlace de migrantes –chinos, africanos– con trabajos miserables en los giros de la confección, la construcción y la piratería en Barcelona, por los rumbos pobres de Badalona y Santa Coloma de Gramanet. No es un mal hombre, pero en todo caso, tampoco puede hacer mucho para que mejoren los salarios de hambre y las condiciones en que laboran y malviven sus “representados”. Para redondear ingresos, Uxbal asiste a funerales. “Escucha” los pendientes de los fallecidos y entera a sus deudos, para que ya liberados, puedan partir en paz. Así vive Uxbal lo mejor que puede, hasta que sangre en su orina y fuertes dolores le llevan al médico. La metástasis del cáncer de próstata ha llegado a huesos e higado. “¿Cuánto?”, pregunta; “meses”, le responde la muerte, en bata de médico. En fase terminal, con nada encaminado y todo por resolver, Uxbal entiende –sin idea clara de cómo hacerlo– que tiene un puñado de días para poner sus asuntos en orden. Imperiosamente, garantizar el bienestar de sus hijos; pero ahora, también recomponer, cuanto pueda, la situación de sus lumpen-trabajadores. Ante la cercanía de la muerte –a contrarreloj– Uxbal inicia un itinerario esencial de expiación, desde la obscuridad connatural a todo cuanto le rodea. En medio del miedo; ubicado en este terrible escenario físico e íntimo, el tipo escucha a su hija Ana preguntarle cómo se escribe “beautiful”. “Así, como suena”, le responde; “biu-ti-ful…”.
Biutiful es en esencia un profundo estudio de personaje, sustentado en una actuación formidable de Javier Bardem. Pero es también una obra difícil, por ubicarse justo entre caminos. Demasiado larga y sombría para el público que ve al cine como espectáculo entretenido; de fachada muy incómoda, hasta desagradable, para quienes prefieren al arty film de conceptos estéticos; cero complaciente a la vista del espectador acostumbrado a giros y resoluciones tradicionales; e incluso muy lineal –y de foco único– para desencanto de esos cinéfilos expectantes de una nueva entrega a-la-Iñárritu, de capas diversas en su estructura y punto de vista (aunque en Biutiful hay resonancias de los reclamos de Babel, y en Uxbal no poco de ciertos personajes de Amores perros y 21 gramos). Así, dualidad es un rasgo vinculado a Biutiful, que desconcierta en su primera/automática mirada. En conjunto te apabulla su sordidez; su inicial turbiedad narrativa; el desarrollo de personajes que no han sido presentados; su atmósfera entre clandestina y resignada; sus diálogos pastosos (o en susurro), las más de las veces incomprensibles. Tampoco está claro qué rol dramático tiene en los eventos la relación homosexual entre los patrones chinos. Lo dicho: todo parece dual o ambiguo o subyacente, ante un cinéfilo obligado a adivinar de más, a pesar de la cuidadosa fotografía de Rodrigo Prieto sobre los enigmas y contornos del rostro de Uxbal y sobre los inquietantes espacios de una Barcelona periférica que uno no quiere conocer. Es pues obscuro, difícil, cauto, el balance sobre la película en esta primera mirada. Por eso es imprescindible una segunda, que permita transparentar a Biutiful como la obra maestra que algunos vemos, o en cambio como una obra –sin duda– meritoria y loable, pero trunca al final del día, a despecho de un oficio fílmico de estatura.