En un exclusivo resort de Acapulco, la acaudalada familia británica de los Bennett disfruta de unas muy plácidas vacaciones. Ellos son la empresaria Alice (Charlotte Gainsbourg), sus dos hijos cuasi veinteañeros Alexa y Colin (Albertine Kotting McMillan; Samuel Bottomley), y el tío Neil (Tim Roth), hermano soltero de Alice, cincuentón tardío. Se llevan bien y así la pasan. Pero desde casa llega la triste noticia: la madre y abuela de los Bennett fallece. Claramente afectados (pareciera que Neil no tanto), empacan de inmediato para tomar el primer vuelo disponible. Ya en el aeropuerto, Neil informa a los demás que no encuentra su pasaporte; debió dejarlo en el hotel. Obliga a la familia a partir sin él, asegurándoles que a su vez volará en cuanto recupere el pasaporte. Solo ya, Neil aborda un taxi y ordena al conductor llevarle a un hotel. ¿A cuál? Al que sea, al que el conductor quiera. Termina en uno de medio pelo o menos, de barrio populoso, muy lejos de las zonas turísticas de privilegio. A partir de aquí, Neil encarna como un misterio. ¡Quién es verdaderamente? ¿Por qué hace esto? ¿Por cuánto tiempo? ¿Por qué evita la verdad a quienes quiere y le quieren? ¿Está en sus cabales? Pronto nos enteramos de que Alice y Neil son los herederos directos del multimillonario negocio familiar en Londres. Pero he aquí al tipo, en Acapulco, solo y en silencio, en el precario cuartucho de un hotel ruidoso, incómodo y –lo peor– inseguro, del que únicamente sale para chelear en la atiborrada playa cercana, a ratos acompañado de gente que ni conoce. Además, en los albores de este sinsentido, Neil conoce por azar a Berenice (Iazua Larios), una joven mujer del puerto. Lejos de cualquier reacción “razonable”, Neil ya ni siquiera atiende las múltiples llamadas que desde Londres le hace su familia.
Todo esto corresponde a Sundown, el más reciente largometraje de Michel Franco. Un retrato de personaje que atrapa de inmediato, a partir de la construcción de Neil como un enigma en el que no sólo inciden sus desconcertantes acciones del primer acto, sino por igual su evidente fragilidad y soledad, su silencio, su distanciamiento de los demás y, acaso, una cierta desesperanza indefinible. De la suma de todo esto resulta la identidad “vigente” de Neil; de convicción tan profunda que, si bien hace difícil empatizar con él, se gana un voto de confianza. Temporal, eso sí, hasta en tanto la película ofrezca –sustentadas– las respuestas que su hermético protagonista se niega a ofrecer, cual si ni siquiera él las tuviera. Esas explicaciones, ¿llegan? Sí, porque poco a poco se van dando revelaciones, de las que Michel Franco vertió algunos indicios, casi imperceptibles. Es de ellos y otros rasgos que surgen –en medio de la situación original– giros significativos, en el entorno ya de un Acapulco violento, sin nada en común con ese del turismo caro, como representación de un México convulso, inseguro, desigual, chapucero, que pareciera normalizarse.
Es así que Sundown no es la “crónica” del espontáneo ataque de sinceridad existencial sospechado al principio. Tampoco el retrato de un alienado sin emociones (o distorsionadas). Se trata en cambio de un film contenido, consistente –escrupuloso a pesar de su economía– que a su ritmo crece como un sincero drama humano cuyas motivaciones justo parecen lo contrario. Claro, eso lo vuelve retador, arriesgado y no para todos los públicos; precisamente lo que ha distinguido a la filmografía de Franco (v.g. Después de Lucía, Chronic, Nuevo orden). Y ojo: aquí no sólo se trata de la sutil pero compleja actuación de Tim Roth, sino del todo de un replegado, latente, universo íntimo de reglas propias, enfrentado por azar a situaciones sin control. Ello, frente a espectadores (nosotros) desacostumbrados a una narrativa cuyo foco es lo que viven y sienten sus personajes, y no, o no tanto, lo que “nos urge saber” a quienes pagamos boleto. En lo que a mí respecta, lo único que verdaderamente urge es ver Sundown…dos veces, de ser posible.