Resulta que el pasado sábado a medio día fui testigo de una interesante plática entre hombres, siendo también espectadora de un partido de fútbol de mujeres. Bueno, de la plática sé poco, ya que me dediqué a observar la forma tan curiosa de interactuar de éstos entes.
O ponía atención en el fut, o en tan interesante diálogo acerca de cuáles comentaristas de deportes eran buenos o malos.
Lo curioso del fenómeno que tuve la fortuna de presenciar, fue que los hombres podían expresar claramente lo que querían decir, y lo más complicado, que los demás podían a su vez entender lo que se les estaba diciendo.
Bueno para entonces ya estaba lo suficientemente impresionada.
¿Quién dice que los hombres no pueden hacer más de dos cosas a la vez? Pero bueno quizá sí pueden hablar, entender y -obvio- no perder detalle del fútbol de mujeres.
Mientras llegaba a la conclusión que les mencioné anteriormente, se les ocurre pasar frente a la canchita a unas “piernonas”, que aunque no se veían espectaculares, sí lucían unas piernas bien formadas. Entonces el silencio de tan hábiles muchachos, apareció.
Ya decía yo, en cuanto pasa alguna bella damisela ante sus ojos, ya no pueden hablar, ni escuchar, ni ver el fútbol de mujeres. Una vez que pasaron las féminas, reanudaron su plática.
Conclusión: entre fútbol y damas, los hombres no pierden detalle.
Sólo un comentario ante las personas indicadas y en el momento justo, son suficientes para ser marcado con un atinado y casi siempre descriptivo apodo, que va desde lo gracioso-soportable hasta lo peyorativo-castrante.
Si logras tener suerte, ya creces con uno que te asigna la familia, que aunque vergonzoso (como “el nene”, “chicho”, “chipitín”, “tito”, “tachuela”…etc.) no llega a ser hiriente y por lo regular tiende a ser tolerable, carismático, infantil y no es molesto los primeros 25 años de vida. Y es que estamos de acuerdo que “Don chipitín” no da distinción ante los compañeros de la oficina, pero por lo regular sólo lo recuerdan los familiares más cercanos.
Pero si tus allegados, amigos, compañeros de primaria o secundaria, y sobre todo enemigos no te conocen con alguno de los anteriores sobrenombres, es para temblar ya que nunca falta el clásico “castrocito” del salón que apunta y dispara, que está al pendiente de cualquier detalle y es el autorizado para bautizar a quien se le cruce en el camino. Así que como buen depredador elige a una presa de toda la manada, espera con calma, prepara los colmillos y en el momento indicado se suelta a decir: “¿Ya se fijaron?, el pinche Toño se parece a Gonzo”. La reacción inmediata de la manada es comprobar lo dicho (como si hiciera falta, ante indiscreta nariz del señalado Antonio) y después la víctima no podrá seguir honrando más el nombre del abuelo general de la revolución, porque a “Pepe” el “castrozo” se le ocurrió compararlo con un muppet.
Por los rasgos físicos se ponen muchos apodos, pero también por el comportamiento, en el caso de las mujeres: “la tierra” (porque es de quien la trabaja), o por acciones memorables, nunca falta que a alguien después chocar le digan “la Cenicienta” (porque el coche se le hizo calabaza) o los apodos basados en personajes de televisión, nunca falta que en las canchas de fútbol exista un “Chanfle”.
Si alguno de los siguientes casos te es familiar (si eres “el gonzo” no me guardes rencor, ya pasaron muchos años) la única opción para salvar el honor es simple: busca un buen sobrenombre para quién te lo puso a ti o escoge otra víctima, que a fin de cuentas es un ciclo que no se puede frenar y aunque tu apodo difícilmente se borra, las personas gustan de lo fresco, lo actual, lo cotidiano y buscar un apodo nuevo para alguien siempre alivia el dolor y ayuda un poco a olvidar.
La semana pasada fui a Walmart de Reforma a comprar unas cosas y al entrar al estacionamiento lo primero con lo que me topé, fue a una señora que venía manejando en sentido contrario.
Claramente era ella la que estaba mal, así que tranquilamente le hice señas de que la circulación iba para el otro lado. Seguramente no había visto la flecha GIGANTE que estaba pintada en el suelo.
Para mi sorpresa, la “doña” manoteaba y me hacía señas como si yo fuera la que tuviera la culpa del cierre de la vía, que ella había ocasionado. No importándole el “desmoche” que estaba generando, cruzó sus brazos y se dispuso a esperar a que yo me moviera.
Para este momento me encontraba bastante molesta y tenía prisa, así que para no hacer más relajo, me orillé (al igual que otros coches) para que la señora pudiera pasar. Después de eso me quedé pensando y recordé que no era la primera vez que esto me pasaba, sino que cada que voy al super, me topo con alguna situación similar.
Otro día me encontré con un señor, que para no dar una vuelta más, quiso salir por una de las entradas, lo que ocasionó que al no atinarle bien a la bajada, dejara casi medio coche en la banqueta. Total que si no es una señora que se mete en sentido contrario, es un señor que entra por la salida y sale por la entrada, o algún chamaco “caguengue” que se mete en el cajón del estacionamiento que tú estabas esperando o simplemente los que se estacionan mal (ocupando dos cajones) o los que se estacionan en lugares prohibidos.
No es posible que seamos así de irrespetuosos y “valemadristas”, nada nos cuesta hacer las cosas bien desde un principio para no ocasionar problemas o malos ratos a las demás personas.
Y esto es sólo en un pequeño espacio como un estacionamiento. Ahora entiendo por qué en las calles de una gran ciudad, las cosas se vuelven caóticas.
¡Hagamos un poco de conciencia, tengamos educación vial!
En el mundo del Cine existen algunos datos que ofrecen información, que en rigor no tiene utilidad importante, pero que sí llama (y poderosamente) la atención, en virtud de ser curiosa, sorprendente, divertida, atractiva y/o sugerente.
Era un domingo de esos que parecen lunes. El zapping que mi dedo gordo izquierdo hacía se detuvo en alguno de los múltiples y aburridos canales que prometen todo lo contrario en el volante de venta de la compañía, esa que te pone una antenita gris en el techo. Me quedé dormido.
El estruendoso ruido de los disparos de lo que, según mi educado oído, debió ser un revolver Colt 45 interrumpió mi angelical sueño. Resulta que en la tele había una película que trataba sobre un gandul que apostó a su mismísima esposa en un juego de póker, y a la hora de pagar (pues obviamente perdió) la distinguida dama se negó a irse con su nuevo “dueño”, entonces, iniciaron los balazos (inserte aquí estimado lector -con el afán de ser más didácticos- la canción “Dos horas de balazos, de Chava Flores).
Carente de mi merecido sueño reparador y sin posibilidad de volver a conciliarlo me puse a recordar anécdotas sobre apuestas y a tratar de entender el afán del ser humano por “jugársela” a cada oportunidad.
Llegaron entonces a mi mente imágenes pixeladas (si me permiten lo geek de la expresión) de mi infancia, en las que el abuelo “desplumaba” a todo el que desfilara por esa mesita en el patio, en la que entre cubas y tabaco se jugaba al conquián. O la anécdota reciente de mi amigo y compañero de trabajo, que perdió su característica cabellera en un partido de fútbol, de la primera división A, a causa de su insipiente fervor por el equipo de su universidad. Recordé también haber sido testigo de que “El maestro lagunero” Blue Panther fue despojado de su máscara por Villano V, y la penosa escena de cada 6 meses entre Sergio Corona y el “Loco Valdés” pagando sus apuestas en el “clásico” entre Chivas y América, porque ya lo dijo Chente, “pa´ mi las deudas de juego, son siempre deudas de honor”.
Pero, ¿por qué apostamos? ¿Cuánto de gloria tiene esa condición, muchas veces ajena de nuestro control, de saber que puedes perder o ganar dependiendo de frágiles y múltiples circunstancias? No lo sé, pero recuerdo que las cascaritas en el barrio, eran siempre más emocionantes si se jugaba “de a chesco” y que muchas veces, al no tener con qué pagar me vi exigido al máximo para salir victorioso, costumbre que años después derivó en apostar unos cubos de cartón que en su interior contienen, casi siempre a bajas temperaturas, botellas de vidrio con un líquido extraído, principalmente, de la cebada.
Es entonces inherente a la raza humana, creo yo, la necesidad de ponerle sabor a cada competición yendo más allá de la victoria y el honor. Mi padre, por ejemplo, tuvo por mucho tiempo una yegua de carreras, no recuerdo una sola competición ganada, pero él se divertía.
La cuestión es cuando vas más allá y pierdes tu casa, tus bienes, tu herencia, o a tu mujer (lo cual en algunos aisladísimos casos, no debe ser tan malo) y pasas a perjudicar el sueño de inocentes espectadores al despertarlos a punta de pistola.
Por mi parte, dejé las apuestas desde que mi amado Necaxa dejó la primera división endeudándome, pero sobre todo, haciéndome blanco de burlas de todo tipo, puedo decir felizmente, que ahora sólo comulgo con la apuesta de pascal.